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El frío en Santiago de Chile se ha dejado caer sin piedad. Temperaturas que van desde los dos grados bajo cero, desde muy temprano por la mañana, hasta los catorce grados de la tarde, pequeño consuelo para muchos. La escarcha matutina se aglutina al césped como si fuera harina espesa, brillante y terrorífica. Una imagen perentoria y que tiene la última palabra (tomo prestada literalmente esta reflexión de Barthes), capaz de horadar abrigos, huesos y secretos personales. Santiago en este tiempo, donde más encima no ha llovido casi nada, nada, cobija el hastío y languidece bajo un smog imponente y apocalíptico. La gente tose, tirita y camina robóticamente a la vez. Sus miradas se congelan frente al asfalto callejero, al semáforo, a las veredas o a un punto perdido en el horizonte (quién sabe si allí encuentran algún recuerdo perdido del verano pasado, con ropa ligera y terrazas desbordadas en jolgorio y cerveza). La mascarilla pandémica es acompañada por bufandas negras. En esta capital de Sudamérica -pareciera estar hundida en una cadencia indolente  que llega a desconcertar- se multiplican los transeúntes con indumentaria oscura y gris, aunque el sello de la diferencia se puede hallar, a veces, en parejas caribeñas o grupos de adolescentes vestidos con chaquetas y zapatillas muy coloridas, transgrediendo la norma del estilo sombrío. Gonzalo Rojas afirmaba que Santiago era “capital-de-no-sé qué”. Esta ciudad podría manifestarse como paisaje de pesadilla nocturna donde reina el Imbunche, aquel monstruo cuadrúpedo y pequeño de la mitología mapuche y de la isla de Chiloé, con intenciones de deformar avenidas y edificios. Imbunchismo en todo su esplendor jorobado, de cemento, con ese espíritu desolador tan bien definido por Joaquín Edwards Bello en una de sus crónicas, aparecidas en su libro Mitópolis.

Hace unos días vi por televisión un documental de Carlos Flores del Pino donde retrataba a un cincuentón José Donoso, escritor chileno y figura clave del boom latinoamericano. Era el Chile de mediados de los setenta y el autor hablaba sobre su infancia, la monstruosidad latente en su obra, la evocación de lugares y personas de gran significado en su vida como Teresa Vergara, la sirvienta que lo cuidó y crió desde niño y quien aparece en el film al igual que el padre del novelista, su sobrina Claudia, el crítico y académico Cedomil Goic o María Elena Gertner, Enrique Lihn y Guillermo Blanco, amigos de la Generación Literaria del Cincuenta. Este trío mantiene con Donoso una animada charla en un restaurante capitalino, alrededor de una mesa con suculenta comida, ponche de durazno, borgoña (vino tinto con frutillas), humo de tabaco -cuando se podía fumar sin problemas al interior de los recintos cerrados- y al medio un micrófono que cuelga boca abajo, donde los ilustres tertulianos intercambian animadamente ideas, anécdotas y nombran con afecto a Teófilo Cid, poeta surrealista del grupo La Mandrágora, parroquiano de míticos bares y artífice indiscutible de la convergencia entre desvarío etílico y academia. Donoso se consideraba un “paria” frente a la sociedad, pero supo encontrar en la escritura su refugio ante la incomprensión del resto, su lugar sin límites, parafraseando el título de una de sus grandes novelas, apetecida por Luis Buñuel para llevarla al cine (al final la dirigió Arturo Ripstein con ese gran elenco mexicano formado por los entrañables Roberto Cobo, Lucha Villa, Gonzalo Vega, Ana Martín y Fernando Soler).

Una de las escenas del documental es el paseo en automóvil realizado por Donoso y el director por algunas calles de Santiago. Se deja ver la céntrica Alameda y los acelerados pasos del gentío. Donoso mira a través de la ventana del vehículo y otea el Café Il Bosco (uno de los epicentros del esplendor de la bohemia santiaguina desde 1947, pero que en ese instante de la filmación ya estaba en su máxima agonía, para dejar paso al cierre definitivo de sus puertas, cosa que afectó en esos mismos años de dictadura pinochetista a varios sitios de iguales características). Ante la fachada de Il Bosco, Donoso comienza a recordar sus correrías por esas turbadas noches con olor a brindis, sus largas conversaciones con gente diversa (bamboleos entre la intelectualidad y el hampa), situaciones magistrales e inolvidables junto con la marca honorable e irrepetible dejada por él y sus compinches en la historia de la cultura chilena, en ese Santiago que se fue (como el título de una obra de Orestes Plath, que tiene mucha relación con esa escenografía urbana tan singular, ya desaparecida). Quien escribiera El obsceno pájaro de la noche continúa su observación, con meticulosidad e inquietud, por unas calles traspasando los cristales de sus anteojos y no tarda en sentenciar a Flores del Pino y su camarógrafo que aquella realidad vista forma parte de una esperanza que no pudo ser y de algo incompleto. Un juicio fuerte, grisáceo en su vocalización, parecido al impacto de una feroz granizada invernal, bestial, contra un endeble techo de zinc.

Hace unos días vi como demolía una grúa –un Imbunche metálico- las paredes del restaurante Venezia, cerrado definitivamente hace ya unos meses, y ubicado en el barrio Bellavista. Desaparecían sesenta y cinco años de existencia, visitado por poetas como Neruda –su casa La Chascona está a unas cuadras de allí- y la admirable Stella Díaz Varín (de la misma generación que Donoso). Con ella, monumental amiga y maestra, fui varias veces al Venezia junto con queridas amistades de la revista Derrame, vates, artistas, músicos. Compañías y pláticas inolvidables, donde se compartían el vino y los sándwiches de carne. En esas reuniones aprendí mucho de la vida. Ahora pienso en todo aquello, proveniente de un determinado mundo ya ausente, alborozo de antaño que ya no se encuentra en la actual dinámica del desvivirse a medias, los miedos (los virus hacen de las suyas) y el desmesurado utilitarismo de las personas. Todo se pierde en las ruinas, con sus descoloridas puertas y ventanas. En las esquinas de Santiago de Chile el frío no cesa y los automovilistas se vuelven cada vez menos amistosos, más zafios.

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