Debió ser por octubre –imagino, elucubro- y el siglo XX llevaba avanzadas –quizá- dos décadas y quien sería mi abuelo materno, adquirió su primera bicicleta –intuyo- con gran sacrificio. ¿Cuánto le costaría? Aunque no era una bicicleta nueva, sin embargo, para comprar una, por más que fuera usada, implicaba erogar una cantidad de dinero que se necesitaba para otros menesteres más vitales. Y no sólo el joven Gonzalo Gutiérrez se hizo con un biciclo, sino además adquirió un sombrero de camarita, un chaquetón, unos pantalones y un par de zapatos castaños. Y antes de acudir al “Estudio Fotográfico Betancourt”, pasó por donde el peluquero y se hizo afeitar y rasurar la incipiente barba. Y con aquella mirada que avizoraba interesantes eventos, Gonzalo salió a la calle y de inmediato se puso a pedalear –se me antoja- con un inusitado optimismo en busca de las miradas de las muchachas guapas del sitio. Y no le importó el que la bicicleta no tuviese frenos.
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Se desplazaría después Gonzalo –fantaseo- entre su natal Guama y la cercana población de San Pablo día tras día, con buen o mal tiempo, porque las muchachas de ambos pueblos se lo peleaban – divago-. Y Gonzalo feliz de la vida –su vida- aferrado con comodidad al manillar, aplicando sus bíceps de hombre en cierne y pendiente de las vueltas infinitas que tenía que dar y de las mancebas apostadas en los poyos de sus ventanas o paseando por la plaza. E implícitamente Gonzalo –ideo- buscaba su “tierra prometida”, aunque no lo visualizo como samaritano y sí como alegorista de la albañilería, él que llegaría a ser un reconocido alarife, incluso más allá de su terruño.
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Querría más Gonzalo –prefiguro- dejar que las ruedas de su bicicleta lo condujeran a la Plaza Bolívar de Guama y allí ponerse a girar sin límite, pendiente él de las criznejas más atractivas que surgirían de negras cabelleras protegiendo gráciles rostros de las jóvenes harto traviesas y coquetas. Y la bicicleta luego enrumbaba hacia el oeste, hacia San Pablo, para encontrarse con los frentes montañosos y la exuberante vegetación y la abundancia de aves y pájaros y en la casa de los familiares de Gonzalo estaría aguardando un suculento sancocho de gallina o una sopa de mondongo y como postre, dulce de plátanos y mazamorra (plato que él degustaría por siempre, se hallase donde se hallase, porque la receta se la había llevado grabada en el paladar).
Y ya colmado Gonzalo, de sabores y fragancias culinarias, volvía a trepar en su biciclo y le ordenaba –poetizo- seguir la ruta del río Guama para que su juventud (como la del prócer José Antonio Páez) se nutriera de aire fresco y de mangos, guamas, aguacates y pomarrosas. ¿Sabría Gonzalo que Nicolás de Federmann, el enviado de los Welser, pateó esos andurriales en 1530?
Y allá va Gonzalo, enfrutecido, pedaleando ufano su bicicleta, de regreso a Guama, a mediana velocidad, por las callecitas angostas con bajadas y subidas y saludando a los vecinos.
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Los domingos se levantaba Gonzalo –evoco- más temprano que los restantes días de la semana y después de sus abluciones en la jofaina de porcelana de Alemania, salía a la calle y ya la bicicleta lo estaba aguardando, ansiosa, estacionada en la acera de su casa. Del manillar se desprendían bicromías causadas por el rocío caído en la madrugada y Gonzalo encadenaba deseos y pareceres y le decía por señas al biciclo que debía hacer el rumbo hacia Cocorote, porque allá los esperaba el café calientito con su poquito de aguardiente de cocuy y la bicicleta se lanzaba en pos de las horas por descubrir a través de las faldas de los cerritos que les ofrecerían sus paisajes y sus algarabías de pericos y loros.
Y arribaban (Gonzalo y su bicicleta o la bicicleta y Gonzalo, porque en eso de la precedencia ellos no paraban mientes) a una casa de paredes blancas, con techo de tejas y dos ventanas que daban hacia la bajada, ubicada en una calle en pendiente como todas las de por ahí. Y adentro de la casa ya estaban celebrando a San Jerónimo, entre cantos acompañados por guitarras y cuatros y los concurrentes se servían ellos mismos el aguardiente de unas pimpinas de barro. Y Gonzalo –que no era muy bebedor- probaba algo del licor y rociaba a su bicicleta con él y ella se hacía la encubierta.
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En Cocorote pasaban la noche Gonzalo y la bicicleta y los despertaba el zureo persistente de una paloma de color verdoso que, por momentos, remedaba los cantos de la velada transcurrida. Y como esa ave no era para nada agorera, Gonzalo y su biciclo la emprendían hacia el antiguo asentamiento de la hacienda “El Aserradero” y en tal lugar se vaciaban de especies y luego se colmaban de imágenes de vasijas y porrones y se adelantaban a la recogida de lluvias y a la previsión contra los lodos.
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Otras poblaciones vecinas convocaban a la bicicleta y a su Gonzalo y entonces decidían nortear –imagino- y acomodaban la “brújula de la horquilla” y salían hacia Quigua por el camino cundido de palmas y bejucos y de allí derivaban luego hacia el este, vía Jaime y más tarde ganaban la carretera panamericana en el sur y los abordaban sonidos de guaruras y visiones de los aborígenes caquetíos.
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Por las noches, Gonzalo caminaba por las calles de Guama llevando agarrada a su bicicleta, a la espera de podérsela ofrecer a alguna de las muchachas guapas que anhelaban montarla. Los viernes, después que oscurecía, Gonzalo se retiraba pronto a su casa, seguido de la bicicleta que había empezado a traquetear. Y era que las noches de los viernes resultaban sumamente peligrosas porque bajaban de los cerros al pueblo hombres de costumbres muy primitivas con ganas de emborracharse y lo hacían de una manera salvaje, criminal: se ponían de acuerdo entre ellos y unos iban a comprar suficientes garrafas de aguardiente, mientras los otros buscaban en la plaza a alguien a quien pudieran ofender y retar a una pelea y cuando el ofendido respondía, lo mataban a machetazos y los asesinos se llevaban al muerto para velarlo y consumir todo el aguardiente en su honor… Y Gonzalo temblaba cuando le contaba esas cosas a la bicicleta y ella pensaba en escapadas para no regresar nunca más, pero un rato después se calmaba y sus piñones ronroneaban para que Gonzalo la consintiera y la protegiera de todos los peligros inenarrables.