Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales
Regresaron, allí las vemos en diferentes lugares, lejos del pedaleo. Aguardaban el avance de una señal, el movimiento de una transmisión de pensamiento para ponerse en evidencia y formar parte del cuadro, de la escena acaso fortuita o quizá guiada por una cadena de un azar en desarrollo.
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Si contáramos las prendas de vestir que colgaban, secándose, tal vez habría coincidencia con la cantidad de bicicletas estacionadas, cada una a la espera de su dueño que en ese momento almorzaba o tomaba una siesta. Después cada vehículo de dos ruedas salía y se dirigía por el callejón, ora al este, ora al oeste, según su costumbre. Los que iban hacia el sector oriental recalaban a las puertas del viejo templo taoísta y allí se dedicaban a jugar partida tras partida de ajedrez hasta que el ocaso los convocaba de vuelta a su albergue. Los que se dirigían al sector occidental iban lanzados con el manillar guiándolos a la tertulia de la Torre de la Campana, donde nunca faltaban chismes y noticias curiosas, mientras el vuelo cíclico de las bandadas de palomas ponía una nota no discordante en el ambiente.
Ya en casa, las bicicletas se ordenaban, unas junto a las otras, en dos segmentos, y compartían las experiencias del día y las ilusiones y los sueños que, entre rondas de piñones, se demarraban por las estrechas curvas de los antiguos barrios arbolados.
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Trajeron a las señoras del mercado de fin de semana y al presente las aguardan, restregándose mutuamente. Las dos bicicletas podrían partir solas, pero prefieren estar a la expectativa e imaginarse el recorrido que se forjará dentro de poco.
Primero deambularán, a la escapada, por las más recónditas callejuelas, aquellas que, de modo súbito, te ofrecen jardines adosados a vetustas paredes de ladrillos grises, donde las macetas se apiñan y rivalizan por mostrar sus colecciones de pétalos o donde bambúes enanos se doblan y se yerguen al compás de brisas sin horarios.
Luego vagarán por angostillos en pos de los gatos callejeros más extraordinarios y observarlos tomando el sol, trepados a terrazas o tendidos debajo de gruesos árboles, lamiendo sus heridas y maullando u ocultando las uñas si no hay ratones en las cercanías.
Finalmente cruzarán con ligero pedaleo los antiguos puentes que aún quedan en pie y ofrendarán sus saludos a los animales de piedra que los custodian y habrá tiempo –antes del ocaso- para detenerse en alguna de las pocas casas de té sobrevivientes y disfrutar de las variadas infusiones, mientras se mastican pipas de girasol y se oyen las voces de los mirlos enjaulados.
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Bello Jade, reclinada contra el granado, me ve llegar trepado sobre una bicicleta “hembra” y no sonríe. Me mira con fijeza y es cuando su hermosura resalta hasta turbarme. Mi lente atrapa su querida figura y enseguida me le acerco, le acaricio su oscura cabellera y le doy un beso y el sabor del granate asciende con rapidez a mi cerebro. Compartimos gajos de sonrisas y ella, con un gesto de una mano, me indica un gran pedazo de papel blanco pegado de la pared, donde esbozó el recorrido que haríamos ese sábado y que en su totalidad sería para nosotros.
Disponemos nuestras respectivas bicicletas y enrumbamos hacia el cercano Altar de la Tierra. Dejamos las bicicletas en la entrada principal, las encadenamos juntas y les proveemos de suficiente agua. Bello Jade entra cantando una tonada tradicional de Hubei, su provincia natal, de la cual sólo puedo disfrutar la suavidad de la rima. A continuación nos ubicamos en el antiguo lugar destinado a las ofrendas a la Tierra y ella posa ante las cabezas de dragón que protegen los accesos al sitio.
Encontramos a las bicicletas algo sudadas, aunque todavía la primavera no ha concluido. Ponemos las proas de nuestros vehículos orientados hacia el sur y acudimos al encuentro con el próximo puente que salva un canal y que nos empuja, con suavidad, hasta el muro largo y violeta del Lamasario de Beijing. Ella desciende de la bicicleta y se pone a caminar, muy despacio, sin quitarme la vista de encima. No pierdo tiempo y la retrato con su falda siendo agitada por una leve brisa. En silencio me lo agradece y en silencio me invita a almorzar en un restaurante cuya especialidad es la carne de ovejo cocida en un caldero con agua hirviente y vegetales.
Ahítos, nos ponemos remolones para el regreso, pero las bicicletas han cumplido su círculo de horas y deben marcharse. Las despedimos y las vemos alejarse entre chirridos y nosotros nos abrazamos y prometemos volver a encontrarnos cuando vuelvan a florecer los granados.
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Cada vez que pasaba por el frente de esa antigua mansión ella estaba allí, solitaria y con la rueda delantera medio sesgada y un brillo tenue en el cubrecadena. Me le acercaba y le oía musitar:
Ayer he pedaleado hasta la Torre del Tambor y he visto a las oropéndolas trasmigrando a través de los tejados cubiertos de pajas, mientras el abuelo del infaltable paraguas se me ha quedado mirando con su cara de inusitado estupor y los triciclos que, sin cesar, llevaban y traían turistas casi me atropellaron…
Hace cinco días atrás me sentí un poco agotada, pero aun así salí a dar una vuelta por el sector más alejado de Houhai y me puse a espiar a los nadadores furtivos en el lago y admiré la magnificencia del suave oleaje y los reflejos infinitos de los sauces llorones sobre el agua un tanto turbia…
La semana anterior me atreví a aventurarme por las orillas húmedas de los canales que han sido habilitados para que vuelvan a surcarlos las barcazas y he conseguido embarrarme las ruedas y, cosa de magia, el lodo se secó de forma extraña y no me hizo descarriar…
Hoy estoy a la espera y anhelo que me empunten hacia el establecimiento donde caigo bajo el poder de los sahumerios y me pronuncio con un timbre que posee todas las contumacias…
Y de tal guisa ella proseguía su hilera de oraciones y yo me declaraba apto para retirarme y volver.
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…Y después de haber rodado no se sabe cuántos cientos de kilómetros, arriba al muro gris, medianero y poco elocuente, y se le recuesta para escuchar sus cuitas, ¡que son las mismas de todos los muros de esa condición! Mientras tanto, alguien que no se percibe, barre el polvo, los polvos acumulados por las constantes refacciones que van a depositarse dentro de un balde en actitud sumisa.
…Y la bicicleta no ha traído ni agua en su cesta y cuando la sed la acose tendrá que pedalear con rapidez hasta el pozo oculto detrás de la alta pared y al cual no es fácil acceder, a menos que… ¡A menos que se posea un asiento azul que enamore al líquido del aljibe y le haga ondear de emoción!
La atardecida va adquiriendo una coloratura terriza y la bicicleta no quiere jugar en ese terreno y se arriesga a irse sin interponer vanas despedidas, porque su espíritu es portátil y otorga beneficios a quien lo comprenda. Al rato, sólo permanecen los vestigios del tránsito de la bicicleta y un tenue olor a grasa.
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Bicicletas en la calzada, frente a un río que enmudece a destiempo. En el aire, las cometas que han elevado los signos de la trashumancia y el revoloteo. ¿Será posible que en algún momento ellas intercambien sus funciones? ¡Sería fenomenal disfrutar del espectáculo de bicicletas voladoras, penetrando el vacío de modo libérrimo y sin cortapisas!
Empero las bicicletas son seres de la tierra y a ella se amoldan hasta para convertirse en tránsfugas y alcanzar los predios del sueño y la imaginación.
Milagrería repentina: los biciclos transforman su quietud en enlaces rotatorios y se dedican a cascabelear durante horas y horas y a encajar en otro orden derivativo, el mismo que se encanala para que múltiples ruedas surquen los horizontes mediatos y, palmo a palmo, desasirse de las rutinas. ¡Ya no más clausuras ni encierros! ¡La revuelta ha comenzado con inmejorable guía!
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Tembló y se cuarteó el piso. La bicicleta sintió mucho miedo y se replegó, buscando un asidero, un lugar seguro. Continuaron las réplicas del sismo y ella se sintió perdida. Entonces recurrió a sus ingénitas fuerzas y perpetró su audacia y salió con potencia de la callejuela.
El pánico había ganado a la mayoría de las bicicletas que se desplazaban alocadas sin rumbo ni destino. “Nuestro” vehículo de ruedas deslumbrantes, puro flujo magnético, se sobrepuso al miedo y reluchó y como un artista del equilibrio, atravesó vías zambullidas en el marasmo, planchadas tirando a desaparecer, aberturas que hacían perder los estribos y tentar el acabose.
A medianoche, exhausta, pero optimista, ella alcanzó su refugio en las afueras de la ciudad. El firmamento estaba teñido de púrpura y se oían lamentos por doquier. Reposó y no tuvo pesadillas y su manillar se orientó hacia los reconstruidos momentos venideros y una melodía le brotó, masiva, desde el interior de su estructura que no conocía desfallecimientos y sí sunchos de firmeza.