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Cuentan las crónicas de aquel 10 de mayo de 1949, en la inauguración del Monumento a la Madre ubicado en el jardín Sullivan, el desmadre en que derivó el festejo. Se había anunciado que las primeras mamacitas que acudieran ahí, con el presidente Miguel Alemán en persona, serían obsequiadas con modernas licuadoras eléctricas para liberarlas del humillante molcajete. Y llegaron diez, cien, mil, diez mil… y aquello fue un bochinche que terminó en rebatinga. Los guardias del Primer Mandatario debieron llevárselo en andas para salvarlo del feroz arrebatadero.
    Ah, la fascinante modernidad. Aquello se remontaba a 1922, cuando el secretario de Educación, José Vasconcelos, instituyó la fecha como la efeméride cívica por antonomasia. En el pedestal del monolito fue colocada una placa anunciando a todos los cielos que la figura ahí dispuesta celebraba “a la que nos amó antes de conocernos”. Y todos (y todas) tan felices.
   Muchos pensadores del siglo pasado han señalado aquello de que el mexicano, “ausente de padre”, experimenta un complejo edípico de marca. Con un padre inexistente, no le queda más que vincularse afectivamente a su progenitora, con todas la consecuencias que ello supone. Después de todo madre sólo hay una, y el que lo niegue que se vaya mucho… Bueno, al fin que todo queda en familia.
   Sin mencionarlo abiertamente, los antropólogos coincidían en explicar aquello de que la (nefanda) Conquista habría implicado, también, una violación masiva de mujeres ante el hecho de que los soldados castellanos venían solos, lo mismo que Hernán Cortés. Y que cada cual se buscase su Malintzin para cumplir con la hombría en suspenso. Buena parte de nuestro mestizaje ocurrió de tal manera, que ya la cuestión de los apellidos vendría después.
   Que nadie se sorprenda… las guerras, además de la conquista territorial, supone ese daño colateral del que muy pocos (pocas) gustan hablar. Es el caso -para los interesados- de la crónica titulada “Una mujer en Berlín” (ed. Anagrama), publicado anónimamente en 1954, y que se presume es el testimonio de Marta Hillers, quien  habría sufrido -como cientos de miles de mujeres alemanas- el abuso sexual de las tropas soviéticas, comandadas por el general Zhúkov, “liberando” al país del régimen nazi.
   De tal manera es como en la madre depositamos toda nuestra confianza, nuestras dudas, nuestro cariño sin tapujos. Con el padre todo está bien, aunque históricamente era el ausente pues debía salir a matar bisontes, atender la chamba y cumplir con las 40 horas de jornada laboral que ya don Fidel Velázquez demandaba en los años setenta. La chuleta es la chuleta, en el sobreentendido de que desde hace medio siglo la mujer contribuye igualmente a la economía doméstica. Después de todo para eso se inventaron las guarderías y los klinbebés. La liberación femenina, después de todo, es mucho más que retórica electoral.
    La valoración suprema que hacemos de nuestras progenitoras habita en el lenguaje coloquial. ¡En la madre! es la expresión ante un percance inesperado. “Vale madre”, por lo contrario, significa la minusvalía de una decisión. Ya no se diga la exclamación suprema de un logro personal, ¡a toda madre!, implícito en la película de Pedro Infante y Luis Aguilar, ¡ATM!, que se anunció hipócritamente como ¡A toda máquina!
    Reyes y reinas, presidentes y presidentas, ministros y ministras; el ejercicio del poder no es más un asunto de testosterona, y los padres y las madres participan hoy en circunstancias de igualdad (se supone) dentro del seno familiar. La milicia y el clero, hasta hoy, son las instituciones donde las mujeres no alcanzan los estrados supremos… y así quedarán las cosas por algún tiempo. Caso aislado ha sido el de Michelle Bachelet, quien fungiera como Ministra del Defensa en Chile, antes de ser electa Presidenta.
    De la Mamá de Tarzán a “La Madre”, la inconmensurable novela de Máximo Gorki, corren todas las alusiones maternas de nuestra cultura. La de Iraq, en 1991, fue la “Tormenta del desierto” que Sadam Hussein rebautizó como “La madre de todas las batallas”… y así le fue cuando los ejércitos combinados de Estados Unidos y otras 30 naciones (incluyendo El Salvador) fueron al rescate del pequeño emirato.
    En “La Madre” cincelada por el escultor Luis Ortiz Monasterio son visibles los rasgos de la escuela mexicanista de arte. Mestizaje, rasgos olmecas, ya no más el paradigma afrancesado que imperó en el arte del porfiriato. Esa madre de cantera, por cierto, se fue al suelo en el terremoto de 2017, y ahí estuvo algunos meses a la espera de los restauradores.
    Ahora, celebrando el 10 de Mayo, reluce empoderada luego del resultado electoral de 2024. Pareciera evocar la estrofa retadora de Silvio Rodríguez en “…madre, en tu día, tus muchachos barren minas en Haiphong” porque el bombardeo norteamericano en Vietnam era del todo feroz. Esos muchachos cubanos que, hoy día, integran buena parte de las caravanas de menesterosos que marchan hacia Estados Unidos para enviar, en su momento, algunos dólares a las buenas madres que esperan reposando en la poltrona. Un ramo de rosas sí, una licuadora no.

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