El pasado 26 de septiembre se cumplieron 10 años de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, Guerreo, por la acción criminal de la delincuencia organizada y las fuerzas del orden municipal, estatal, federal y militar. En el penoso triunfalismo del gobierno saliente hay un hoyo negro que muestra cómo el presidente que prometió decir toda la verdad sobre este crimen imperdonable prefirió mentir sobre la responsabilidad de los mandos militares involucrados en la atrocidad cometida con 43 jóvenes que tenían la vida por delante.
Para recordar que ese tajo en el cuerpo social del país sigue abierto, 15 grupos del teatro de las orillas del sistema, nativos de guerrero, Puebla, Veracruz, la ciudad de México y el Estado de México, ofrecieron en 10 espacios diferentes, montajes y lecturas dramatizadas de un poema dramático escrito por Mario Ficachi, llamado, La humareda. Mario es un consecuente hombre de teatro en el sentido amplio de la palabra, y también es el coordinador de este acto inédito en nuestro teatro, denominado, VIVOS SE LOS LLEVARON.
Confieso que dado el tema supuse que el texto de Mario tendría un tono heroico, elegíaco o simplemente panfletario. Por el contrario, es un memorial breve, sobrio, directo, que huele a gasolina ardiendo sobre los cuerpos mutilados de los estudiantes sacrificados. Dice, en el canto número IV de su poema;
¿Qué se necesita para matar a un
Hermano?
¿Qué se necesita para contemplar su
Cuerpo desmayado y negarle ayuda?
¿Qué se necesita para rociarlo de
gasolina?
¿Qué se necesita para prenderle fuego a
tu hermano?
¿Qué?
Saber la respuesta podría ser la llave maestra de la paz y la concordia entre la sociedad dividida que deja el presidente que en nombre de la transformación del país lo llevó a una etapa que él ayudó primero a derruir y enseguida a reconstruir: la del presidencialismo absoluto.
La Humareda termina con el soliloquio de un soldado que hace un acto de introspección que va de su infancia al momento en el que vio la pira en la que se quemaron los cuerpos. El autor del texto le otorga conciencia histórica y social a un soldado raso que sin embargo habla consigo mismo de manera coloquial, evitando la ampulosidad del discurso, pero no la victimización de quien prende la hoguera porque es una orden, que viene, claro, de un montón de cerdos con galones militares, pero una orden. Y en el ejército, las ordenes se cumplen. Punto.
Que el teatro sea la condensación simbólica de un acto terrorista que no termina de esclarecerse por falta de integridad política, y que desde la marginación que los grupos participantes prefieren llamar independencia, se diga con dignidad que la mejor manera de llegar a un fin, que es el de terminar con el desasosiego permanente de los padres de los 43 estudiantes, es la verdad sin adjetivos, simplemente saber a ciencia cierta lo que sucedió con sus hijos. ¿Es mucho pedir, claman los cuerpos vivos que integran los 15 grupos de esta acción artística, esto es, política, esto es, colectiva; es mucho pedir la verdad sobre un crimen que ensangrentó al país y que sigue provocando desasosiego?
La respuesta está en la lucha que han sostenido los padres de los normalistas por 10 años, y sin duda su voluntad de saber la verdad sobre sus hijos durará otra década si es necesario.