¿Quién me compra una naranja?
¿Quién me compra una naranja
para mi consolación?
Una naranja madura
en forma de corazón.
La sal del mar en los labios
¡ay de mí!
La sal del mar en las venas
y en los labios recogí.
Nadie me diera los suyos
para besar.
La blanda espiga de un beso
yo no la puedo segar.
Nadie pidiera mi sangre
para beber.
Yo mismo no sé si corre
o si deja de correr.
Como se pierden las barcas
¡ay de mí!
como se pierden las nubes
y las barcas, me perdí.
Y pues nadie me lo pide,
ya no tengo corazón.
¿Quién me compra una naranja
para mi consolación?
Pausas (1)
¡El mar, el mar!
Dentro de mí lo siento.
Ya sólo de pensar
en él, tan mío,
tiene un sabor de sal mi pensamiento.
Elegía
A veces me dan ganas de llorar,
pero las suple el mar.
Se alegra el mar
(A Carlos Pellicer)
Iremos a buscar
hojas de plátano al platanar.
Se alegra el mar.
Iremos a buscarlas en el camino,
padre de las madejas de lino.
Se alegra el mar.
Porque la luna (cumple quince años a pena)
se pone blanca, azul, roja, morena.
Se alegra el mar.
Porque la luna aprende consejo del mar,
en perfume de nardo se quiere mudar.
Se alegra el mar.
Siete varas de nardo desprenderé
para mi novia de lindo pie.
Se alegra el mar.
Siete varas de nardo; sólo un aroma,
una sola blancura de pluma de paloma.
Se alegra el mar.
Vida le digo blancas las desprendí, yo bien lo sé,
para mi novia de lindo pie.
Se alegra el mar.
Vida le digo blancas las desprendí.
¡No se vuelvan oscuras por ser de mí!
Se alegra el mar.
Preludio
Esa palabra que jamás asoma
a tu idioma cantado de preguntas,
esa, desfalleciente,
que se hiela en el aire de tu voz,
sí, como una respiración de flautas
contra un aire de vidrio evaporada,
¡mírala, ay, tócala!
¡mírala ahora!
en esta exangüe bruma de magnolias,
en esta nimia floración de vaho
que ensombrecido en luz el ojo agónico
y a funestos pestillos
anclado el tenue ruido de las alas
guarda un ángel de sueño en la ventana.
¡Qué muros de cristal, amor, qué muros!
Ay ¿para qué silencios de agua?
Esa palabra, sí, esa palabra
que se coagula en la garganta
como un grito de ámbar
¡Mírala, ay, tócala!
¡mírala ahora!
Mira que, noche a noche, decantada
en el filtro de un áspero silencio,
quedóse a tanto enmudecer desnuda,
hiriente e inequívoca
así en la entraña de un reloj la muerte,
así la claridad en una cifra
para gestar este lenguaje nuestro,
inaudible,
que se abre al tacto insomne
en la arena, en el pájaro, en la nube,
cuando negro de oráculos retruena
el panorama de la profecía.
¿Quién, si ella no,
pudo fraguar este universo insigne
que nace como un héroe en tu boca?
¡Mírala, ay, tócala,
mírala ahora,
incendiada en un eco de nenúfares!
¿No aquí su angustia asume la inocencia
de una hueca retórica de lianas?
Aquí, entre líquenes de orfebrería
que arrancan de minúsculos canales
¿no echó a tañer al aire
sus cándidas mariposas de escarcha?
Qué, en lugar de esa fe que la consume
hasta la transparencia del destino
¿no aquí escapada al dardo
tenaz de la estatura
se remonta insensata una palmera
para estallar en su ficción de cielo,
maestra en fuegos no,
mas en puros deleites de artificio?
Esa palabra, sí, esa palabra,
esa, desfalleciente,
que se ahoga en el humo de una sombra,
esa que gira como un soplo cauta
sobre bisagras de secreta lama,
esa en que el aura de la voz se astilla,
desalentada,
como si rebotara
en una bella úlcera de plata,
esa que baña sus vocales ácidas
en la espuma de las palomas sacrificadas,
esa que se congela hasta la fiebre
cuando no, ensimismada, se calcina
en la brusca intemperie de una lágrima,
¡mírala, ay, tócala!
¡mírala ahora!
¡mírala, ausente toda de palabra,
sin voz, sin eco, sin idioma, exacta,
mírala cómo traza
en muros de cristal amores de agua!
Fragmentos de Muerte sin fin.
Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí —ahíto— me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
—más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante —oh paradoja— constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!
¡Mas qué vaso —también— más providente
éste que así se hinche
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!
(…)
El mismo Dios,
en sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran
—peces del aire altísimo—
los hombres.
¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circundante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas;
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesión al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea
como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz, como una estatua.
¿Qué puede ser —si no— si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
Un cóncavo minuto del espíritu
que una noche impensada,
al azar
y en cualquier escenario irrelevante
con el vuelo del pájaro,
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas precipita
su desbandada pólvora de plumas.
Mas en la médula de esta alegría,
no ocurre nada, no;
sólo un cándido sueño que recorre
las estaciones todas de su ruta
tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos,
ay, y con qué miradas de atropina,
tumefactas e inmóviles, escruta
el curso de la luz, su instante fúlgido,
en la piel de una gota de rocío;
concibe el ojo
y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada;
gobierna el crecimiento de las uñas
y en la raíz de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de diáfanas espigas.
Pero aún más —porque en su cielo impío
nada es tan cruel como este puro goce—
(…)
¡Oh inteligencia, soledad en llamas
que todo lo concibe sin crearlo!
Finge el calor del lodo,
su emoción de substancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo
de los luceros llora,
mas no le infunde el soplo que lo pone en pie
y permanece recreándose a sí misma,
única en Él, inmaculada, sola en Él,
reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte
—oh inteligencia, páramo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado
(…)
Ay, pero el agua,
ay, si no luce a nada.
Pobrecilla del agua,
ay, que no tiene nada,
ay, amor, que se ahoga,
ay, en un vaso de agua.
(…)
El sueño es cruel,
ay, punza, roe, quema, sangra, duele.
Tanto ignora infusiones como ungüentos.
En los sordos martillos que la afligen
la forma da en el gozo de la llaga
y el oscuro deleite del colapso.
Temprana madre de esa muerte niña
(…)
Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!
José Gorostiza, autor de los poemarios Canciones para cantar en las barcas y la monumental Muerte sin fin…
Gorostiza fue un diplomático, autor en buena medida de la política exterior mexicana, por ejemplo cuándo la organización de Estados Americanos decide expulsar a Cuba, México, bajo el impulso de Gorostiza es el único país que se opone. Como funcionario sirvió durante 47 años al pais, lo que d lo obligo a relegar su tarea como poeta.
Formó parte del grupo de la revistaría literaria Contemporáneos, en donde estaban Carlos Pellicer; Xavier Vllaurutia, Girbelto Owen, Jaime Torres Boded, Savador Novo, Bernardo Ortíz de Montellano, poetas y críticos que siguen siendo esenciales para la literatura mexicana.
José Gorostiza nació el 10 de noviembre 1901, en San Juan Bautista, hoy Villahermosa, Tabasco, fue el segundo de cinco hijos de Celestino y Elvira Alcalá. Celestino Gorostiza, el dramaturgo, fue su hermano. Nació en el seno de una familia pobre. Estuvo en un internado a los 12 años, y luego toda la familia se trasladó a Aguascalientes, el suyo era un hogar muy unido y cálido, pero tuvo la desgracia de perder a su padre muy joven y se convirtió en el hijo mayor.
Ya en la ciudad de México, en 1925 publicó su primer libro Canciones para cantar en las barcas, con poemas de un lirismo fino, de gran sensibilidad y una gran preocupación por la forma del verso, para él, el paisaje se puede cantar porque la poesía nace de la voz, la sonoridad y los ritmos que van guiando al lenguaje.
Trabajó como profesor de Literatura Mexicana en la UNAM. A los 26 años ingresó en el servicio exterior de México. Fue canciller de primera en el servicio exterior residiendo en Londres en 1927. Desde1937 hasta 1939, ejerció como segundo secretario de la Legación en Copenhague y como Primer secretario en Roma de 1939 a 1940. Ministro plenipotenciario y director general de Asuntos Políticos y del Servicio Diplomático en 1944, fue asesor del representante de México ante el Consejo de Seguridad de la ONU en 1946. Embajador de México en Grecia en 1950 y 1951, fungió como delegado en muchas conferencias internacionales entre 1953 y 1964. Subsecretario de la Secretaría de Relaciones entre 1958 y 1963 y secretario en el año 1964. Presidente de la Comisión Nacional de Energía Nuclear de 1965 a 1970.Su deseo fue también viajar conocer otros países y escritores.
En 1939 pública Muerte sin fin, considerado uno de los poemas largos, escritos en español en el siglo XX, fundamentales de la literatura universal.Un poema filosófico con una visión del universo.
Se trata de una obra en la que el poeta se sitúa en la mente de Dios, en el instante en el que debe decir “hágase al luz, la tiniebla, sepárense las aguas de la tierra”. Ese instante en que Dios está en soledad absoluta, nada más acompañado de una emanación suya que puede ser: la sabiduría y la inteligencia, que le aconsejarán un segundo antes de que empiece a crear el mundo y la vida, que se abstenga de hacerlo. Sin escuchar, Dios lo hace y el poema habla de la condición humana y la creación …
La segunda parte de este poema, es bellísima y terrible, hace una descripción de todo el universo y regresa al fatal origen. El silencio tenebroso. Gorostiza sabe que el mundo está lleno de dolor, que la muerte es un poder absoluto y por lo tanto no tiene fin.
Gorostiza, dicen los que lo conocieron, era un poeta que hablaba y escribía poco pero cuando lo hacía era agudo y profundo.
Hay una anécdota bellísima que cuenta el también poeta y diplomático Hugo Gutiérrez Vega, dice que cuando José Gorostiza era Secretario de Relaciones Exteriores salía caminando a la Fonda Santa Anita a merendar tres quesadillas, una flor de calabaza, una de huitlacoche y una de papa, con un gran baso de agua de limón con chia.
Este autor que escribió también teatro y ensayo, fue electo miembro de la Academia Mexicana de la Lengua el 14 de mayo de 1954 y de número el 22 de marzo de 1955. Ocupó la silla xxxv. Su discurso de ingreso se llama “Notas sobre poesía” y le dio respuesta Alfonso Reyes. Ambos se publicaron en el tomo xv, de 1956, de las Memorias de la Academia. Además de sus dos libros básicos ya mencionados, José Gorostiza publicó también Poesía, FCE, Letras Mexicanas, 1964; Prosa, recopilación, introducción, bibliografía y notas de Miguel Capistrán, epílogo de Alfonso Reyes, 1969, y Suite en dolor de Luz Velderráin, 1990 (Ernesto de la Peña, Semblanzas de académicos). Falleció el 16 de marzo de 1973 en Ciudad de México, México.