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David Martín del Campo

Todo queda en familia.

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El uso viene de los tiempos en que abandonamos las cavernas (¿abandonamos?). La secta, la tribu, el clan era lo que debía imperar; es decir “los nuestros”. Somos de la misma sangre, mamamos en el mismo lecho, “amarás a tu padre y madre”. Tú mi carnal, mi bró, ¿no semos lo mismo?

La Familia Real siempre ha sido respetada y obedecida sin menoscabo, por lo menos en los regímenes de monarquía parlamentaria. Alrededor de ella se extiende el boato de sumisión y respeto. “La Familia Real ha dado sus pésames”. El poder no se comparte y, cuando llega el momento, asoman los puñales. De eso tratan los dramas de y ante la lectura del testamento vienen las disputas y los arrebatos. “Hasta en las mejores familias sucede”, o precisamente.

En términos lingüísticos “nepote” significa sobrino, nieto, y era la costumbre de los Papas en Roma, desde los tiempos del Renacimiento, ésa de colocar en puestos administrativos a sus parientes de más confianza (incluso sus hijos). El diccionario describe el concepto como “la utilización de un cargo para designar a familiares o amigos en determinados empleos o concederles otro tipo de favores, al margen del principio de mérito y capacidad”. O sea, favoritismo con los de casa, amiguismo, enchufe.

En días pasados el legislativo en turno resolvió que la iniciativa de acabar con el nepotismo en los procesos electorales fuera una realidad… hasta el proceso de 2030 (¿ó 2300?). O sea, que los candidatos a la presidencia, diputaciones, senadurías, gubernaturas y otros cargos locales deberán cumplir el requisito de no tener parentesco consanguíneo o civil con el servidor público al que aspiran a suceder, ni tener vínculo de matrimonio o concubinato con el funcionario saliente.

La familia como trampolín político es un hecho en todas las naciones. Los Kennedy, los Bush y los Clinton en Estados Unidos; los Frei en Chile, los Somoza en Nicaragua, los Kirchner en Argentina, los Trudeau en Canadá, los hermanos Kaczinski en Polonia y los Castro en Cuba. Todo queda en familia, ya saben dónde se guardan las toallas, sólo habría que cambiar el paño a la silla presidencial.

En México ese caudillaje se explica por sí mismo. Con sólo nombrar el apellido se comprende el linaje sucesorio… los dos Miguel Alemán, los tres Cárdenas (abuelo, hijo y nieto), los hermanos Manuel y Maximino Ávila Camacho (su biografía está contada por Ángeles Mastretta en su novela “Arráncame la vida”), los hermanos Salinas de Gortari, los Monreal en Zacatecas, los Yunez en Veracruz, los Figueroa en Guerrero, los Sansores en Campeche… y así hasta completar el directorio.

En las naciones gobernadas por la monarquía eso no está en discusión. Las casas reales son sucesorias, manda el Rey o la Reina y todo mundo contento… hasta que les llega su hora en el cadalso: los Borbones en Francia, los Romanov en Rusia. Por eso, quizá, la necesidad de compartir las cosas en familia y de ese modo evitar las envidias y la rebatinga. “Para todos hay”, nomás fórmense por estaturas.

La administración de la cosa pública, por lo demás, no es equiparable al manejo de una tlapalería, aunque hay casos… La ironía de un gobierno que repite apellido, en todo caso, es que garantiza la ausencia de secretos. En charlas familiares y de sobremesa es como se comprende el manejo de los hilos del poder, los grupos y sectores, los sindicatos, los partidos, las cofradías. Vamos, que en familia todo se sabe…

Pero eso se acabó. Ahora deberán ser los méritos y desempeños propios la garantía de un buen ejercicio público, y no ser más un “junior” del PRI o de Morena. Personas con estudios y conocimientos, con buenas maneras y facilidad de palabra, con vocación de servicio y honorabilidad. De esos que se cuentan con los dedos de un manco… pero será hasta dentro de cinco años (si acaso), porque todavía podremos tener diputados y alcaldes sin título y de sonrisa cínica apretujados a la hora de sacarse la foto con el bueno… o con el hijo del bueno. Sonríe y trasciende, que ya eres de la familia.

Jurar bandera.

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Progreso, trabajo, civilización. A eso se reduce todo el esfuerzo por salvar a la Patria (¿salvar?). En los años párvulos fuimos obligados a memorizar esa, quizá la más famosa composición del poeta Rafael López:
         ¡Oh, Santa Bandera, de heroicos carmines suben a la gloria de tus tafetanes la sangre abnegada de los paladines… (y que una estrofa después ensalza aquello de la brisa mostrando ya el símbolo de la paz de entonces; progreso, trabajo, civilización, como si un Vasconcelos redivivo).
Fue la paz porfiriana, que duró sus buenos 33 años, y que muchos añoran cuando ven a la patria (otra vez) mangoneada por los carteles neo-terroristas. La paz Porfiriana y la paz Trumpiana… “expúlsalos, y luego viriguas”.
         La fecha obliga. Celebrar a la bandera fue por siempre una ceremonia de emocionada solemnidad. Ser parte de la escolta, mientras era izado el lábaro patrio en una esquina del patio de recreo, resultaba la envidia de todos. Cantar el himno de Francisco Bocanegra, escuchar al aplicado de cuarto año que, micrófono en mano, recitaba con voz temblorosa… “la sangre abnegada de los paladines, el verde pomposo de nuestros jardines, la nieve sin mancha de nuestros volcanes”. Y que alguien le explique el triste destino de esos glaciares legendarios sucumbidos por el calentamiento global.
         Celebrar a la bandera –que fue trigarante– es parte esencial de la educación escolar. Tricolor y con la estampa del águila mexica aludiendo a la fundación mítica de la gran Tenochtitlán. Ese símbolo, que por cierto acompaña todas las monedas que llevamos en el bolsillo, está por desaparecer del territorio nacional.
         Como se recordará, en 1994 el águila real (que así se le denomina) fue declarada como especie en peligro de extinción, y se conjetura que existen a lo más un centenar de anidamientos, sobre todo en la serranía de Durango y Zacatecas.
         Ha sido la circunstancia para exaltar los valores de la soberanía y el amor patrio defendidos a cabalidad. Sobre todo en estos tiempos en que el magnate presidencial del Norte suelta amenazas de todo tipo a fin de regenerar su patria. “Make America Great Again”, sí, a costa de aranceles, drones militares acechando nuestros cielos, amenaza de expulsar a cientos de miles de compatriotas indocumentados, y perpetrar misiones antiterroristas en suelo mexicano, si fuese necesario.
         Más si osare un extraño enemigo, como aseguran ocurrió en Culiacán el pasado 25 de julio, cuando (según despacho del diario El País) la captura de Ismael Zambada y Joaquín Guzmán hijo, “estuvo a cargo de agentes del FBI y la DEA”. Pues sí, con la bandera en alto, piensa oh Patria querida, que el cielo…
         La bandera que habitó, desde 1928, el emblema del PRI y antes del Partido Nacional Revolucionario, ahora ciñe un crespón luctuoso pues sus militantes, a cuentagotas, están migrando hacia el nuevo régimen que presume otro color. Esa bandera que defendió con la propia vida (asegura la leyenda) el cadete Juan Escutia al arrebatarla y arrojarse al abismo con ella, antes que los soldados del general Winfield Scott asediando el castillo de Chapultepec se apoderasen de ella. Sublime capítulo del imaginario escolar. O la bandera que fustigó el zapatista Antonio Díaz Soto y Gama, en la Convención de Aguascalientes (1914), al asegurar que “ese trapo” representaba simplemente el blasón de Agustín de Iturbide. Y se le fueron encima.
         Mi promoción de conscripto juró bandera el 5 de mayo de 1969 en la plaza del Zócalo capitalino. El presidente Gustavo Díaz Ordaz nos hizo la pregunta: “¿Juráis por vuestro honor guardar obediencia y fidelidad en el servicio de la patria?”. Le respondimos que sí, aunque sin demasiado fervor. Habían pasado unos meses apenas de aquel 2 de octubre que marcó a mi generación.
         Ardor patrio y emoción cívica, evocados por todos los medios en estos días, que remiten al canto con la profesora Pachita, sentada al piano, exigiéndonos formalidad a la hora de entonar aquello de los carmines aspirando a la gloria de los tafetanes. “Oh, santa bandera”.

Furor del respetable.

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Fuimos algo más de 115 millones los espectadores que, cerveza en mano, rugimos ante los desatinos de Patrick Mahomes, quarterback de los Chiefs de Kansas City. El partido del Super Bowl fue el espectáculo televisado que más audiencia ha registrado en la historia, después del alunizaje de la misión Apolo XI en 1969.
  La pregunta que surge, a medio espectáculo, es simple: ¿De dónde nos viene ese furor por el combate de los contrarios? Supongo que lo mismo se preguntaban en el Coliseo romano, cuando los gladiadores juraban ante la tribuna, “¡César, los que vamos a morir te saludan!”. Gladiadores y futbolistas, peloteros en la Serie Mundial, el matador Enrique Ponce despidiéndose de la fiesta brava en la Monumental de México. Se sentía ya viejo, a los 53 años.
       Mi diccionario asegura que “amistad” es lo contrario a rivalidad. Antagonismo, hostilidad, enfrentamiento serían los sinónimos del sentimiento que aflora a cada rato en la calle, la oficina, el salón de clases. Al oficio del hostigamiento, ahora, se le llama simplemente “bullying”. Son los acosadores de siempre, los fustigadores, profesionales… que en ocasiones, por ello mismo, alcanzan las presidencias republicanas. El elector, en ese sentido, se convierte en un masoquista indocumentado.
       La rivalidad, por así decirlo, nos viene con la sangre. Los perros ladran, los lobos aúllan, los seres humanos gritamos ofendidos “¡Carajo! ¡Te voy a romper la madre!”. Y somos felices con simplemente eso, manifestar nuestro enojo. Diría un psicólogo, es la expresión de nuestro instinto aniquilador. Que prevalezca nuestra voluntad, pese a quien le pese, así sea del Necaxa, del América, de los Pumas.
       El circo ha sido por siglos la salvación de la vida en comunidad. “Pan y circo”, decían antes, hay que darle al pueblo. Y sí, en el circo rivalizaban los aurigas fustigando a sus monturas, los gladiadores defendiendo su vida con la espada, o las peleas de gallos, las carreras del hipódromo, los partidazos en el estadio Azteca. Unos que ganan y son los campeones, otros que pierden y no modo, son los “ya merito” de toda la vida.
       La rivalidad asoma en todas partes y que nadie nos venga con eso de la hermandad sonriente de los pioneros, pañoleta roja al cuello, cantando himnos de hermandad universal. “De colores, de colores se visten los campos en la primavera…”, cantaban los cursillistas juveniles cristianos de los años 60, antes que los desterraran los hippies del amor libre y el porro en comunidad.
       Miguel León Portilla publicó en 1959 su antología “Visión de los vencidos”, en la que conjuntaba relatos y testimonios de los pueblos indígenas conquistados por los ejércitos combinados de Castilla y Tlaxcala. Porque hubo otra “visión”, que imperó durante siglos, que ha sido la de los vencedores. Es la historia misma, contada por los herederos de los generales y emperadores sometiendo a los derrotados, porque la guerra es la “continuación de la política” por otros medios; ya lo dijo Von Clausewitz en su tratado inmortal.
       Rivalidad que viene desde el antiguo testamento, ¿quién mató a quién? ¿Abel a Caín, o Caín a Abel? ¿Y quién puso allí la quijada del burro? Placer sádico, morbo del respetable, sed de sangre en el estadio. Mejor un partido entre naciones que una guerra impía, aunque ya hubo la de Honduras y El Salvador, en 1969, llamada precisamente “la Guerra del Futbol”, contada magistralmente por el periodista Ryszard Kapuscinsky.
       Así estamos cada noche ante el televisor, como el respetable cuando el Coliseo, atestiguando la violencia nuestra de cada día… los muertos de Tabasco, de Sinaloa, de Guanajuato; no con el temible “gladius” de las legiones romanas, sino con el AK-47, “cuerno de chivo”, que inventó el armero ruso Mijaíl Kalashnikov. Es la entraña misma de la obra de Shakespeare, ¿ser o no ser?, la ambición de poder y su precio en sangre.
       La rivalidad acompañará por siempre la vida del homo-sapiens (¿sapiens?). Hamas vs. Israel, Patrick  Mahomes vs. Jalen Hurts, Trump vs. el que se ponga enfrente. Bullying, un lindo sustantivo que ya debería incorporar la Real Academia.

¿Ah, no?

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Los rufianes no pueden comportarse de otra manera. Lo suyo es el hostigamiento, los puñetazos, la perpetua baladronada. De hecho en inglés “bullying” tiene su origen en el término “acoso”, de “bull” (toro), muy relacionado con los chulos, padrotes, macarras que viven mangoneando a las prostitutas. Es una actitud ante la vida; no pueden ser de otra manera. Son insufribles. Todos los hemos padecido alguna vez en la vida.
         Aún no se sabe cuántos fueron los aerotransportes militares que el gobierno de EU habría enviado a Colombia con decenas de indocumentados originarios de ese país. Como ya se ha informado, apenas enterarse del operativo, el presidente Gustavo Petro ordenó cerrar el acceso a los aeropuertos colombianos a fin de impedir el arribo de esas aeronaves.
         Estaba inspirado el mandatario, a primeras horas de la madrugada del domingo, cuando en sus correos publicó que ante esa bravata estaba dispuesto a inmolarse como Salvador Allende, que lo acompañaban las mariposas amarillas habitando Macondo y la soberanía Latinoamericana en pie… que él se comportaría como el último de los Aurelianos Buendía salidos igualmente del imaginario de García Márquez.
         Aún no cumplía una semana en el poder Donald Trump, cuando en contrapartida ordenó subir los aranceles a las importaciones colombianas en 25 % y cancelar los visados a todos los ciudadanos de ese país, hasta nueva orden. En cosa de horas el ucase trumpiano tuvo efectos. Y que sí, los aviones norteamicanos podrían aterrizar cuando quisieran y cuantos quisieran, suplicando que los ciudadanos repatriados fuesen “tratados como seres humanos”. Faltaba más.
         Ya quedó marcado. Los aviones militares norteamericanos podrán seguir transportando a migrantes “delincuentes” a sus lugares de origen, Guatemala, Colombia, el país que sea, cumpliendo así una de sus promesas de campaña. La famosa MAGA (“Make America Great Again”), que implica la expulsión de los invasores que cruzaron la frontera sur de mala manera.
         De lo que se trata es de mandar y obedecer. Ya lo manifestó Theodore Roosevelt una siglo atrás, hablar claro y aplicar el garrote (el “big stick”) cuando sea necesario. Antes se requería de las cañoneras y los marines desembarcando al amanecer, ahora basta con un golpe de arancel, del 25, del 50 %, cancelar las visas, y los disconformes doblan las manitas, como se dice.
         Prometió barrer la casa, apenas ingresar, y lo está cumpliendo. Donald Trump ha señalado que uno de los males heredados por las anteriores administraciones demócratas ha sido la excesiva prodigalidad en las cuestiones migratorias, por lo que se les han “colado” demasiados delincuentes. Ha llegado la hora de poner fin a esa filantropía mal entendida, y que cada cual permanezca en su lugar de origen. Los hondureños en Honduras y los oaxaqueños en Oaxaca. “Aquí no hay lugar para ustedes, ¿qué no lo entienden?”.
         El problema de fondo, ya lo decíamos, tiene dos focos antagónicos. Por un lado están los gobiernos fallidos que no pueden garantizar seguridad, educación ni bienestar a sus ciudadanos, y por el otro el faro de luz que representa la sociedad norteamericana (el “american way of life”), a cuyas migajas aspiran millones de migrantes buscando acomodarse a lo que sea… jornaleros, lavaplatos, peones de la construcción.
      Se trata de una contradicción histórica irremediable, hasta donde entendemos, y de ahí los hormigueros humanos que corren del sur, concentrándose en el Darién, en una columna que no para sino hasta las garitas de California y Texas. Y, como bien saben los jadineros, un hormiguero es inextinguible, aunque sí puede ser “controlado”.
         La bravata de Petro pasará a la historia como eso; un desplante irreflexivo, pendenciero, que no podría llegar más lejos. “Ah, ¿no podemos aterrizar?”. El traslado aéreo de los colombianos indocumentados continuará por buen rato, y los mandatarios que quieran alzar el cuello en contra, mejor que lo piensen dos veces.
         La indignación y el radicalismo soberanista está muy bien para los discursos, pero este momento es difícil como nunca para desafiar al gran valentón. Es momento del diálogo, la palabra y la conciliación. Lo demás será heroismo admirable y sublime –como Petro en la primera hora–, aunque del todo inútil. Los rufianes no entienden, pero hay que ofrecerles razones. Una y otra vez.

El Golfo X.

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El emperador sigue dictando sus propósitos de conquista. Lo hizo Napoleón antes de emprender la (fallida) invasión de Rusia en 1816, y lo repitió Adolfo Hitler al declarar la “Anschluss” como la política de lo que sería su imperio, el Tercer Reich: anexión, ensanche, invasión, conquista de un “espacio vital”. Así, tras el desconocimiento al Tratado de Versalles (1919), el Füerer procedió a la ocupación militar de Austria, Checoslovaquia, y Polonia en 1939… lo que desataría la contienda mundial que marcó al siglo XX.
         Ya lo decíamos, propósitos de conquista, que no otra cosa ha sido la barrabasada de pretender que la instauración de la MAGA (“Make America Great Again”) incluya la anexión de Canadá, Panamá y su canal, ¡y Groenlandia! al cuarto Reich Trumpista. El sueño de grandeza incluye la designación del nuevo “Golfo de América” en lo que fue la cuenca que lleva por apellido el de México.
         Puestos ya en ese plano, ¿por qué no mejor Golfo de Trump? Golfo Mickey Mouse, Golfo Carter en homenaje al expresidente Jimmy. Golfo McDonalds, Golfo Elvis Presley, Golfo Cocacola, si de lo que se trata es de “marcar” el propósito de reafirmación y dominio ahora van en serio. O Golfo X, dado que la aplicación que fue “Twitter” se denomina así ahora, y su dueño, el señor Elon Musk, ahora fungirá como nuevo ministro tecnológico reportando a la Casa Blanca.
          ¿De dónde le viene al presidente reelecto esa tirria contra los mexicanos? Nosotros, los “bad hombres” que seremos deportados por miles, decenas de miles, cientos de miles, ¿millones? por el hecho de haber migrado fuera de la ley. Hay que imaginar, de una vez, los campamentos de refugiados expulsados en las inmediaciones de Matamoros, Nuevo Laredo, Ciudad Juárez, Nogales, Tijuana…
         En la narrativa de míster Trump los mexicanos somos sinónimo de lo peor… delincuentes, violadores, narcotraficantes. A eso habría que añadir que muchos de sus seguidores, los WASP (blancos, anglo-sajones y protestantes) coinciden en esa apreciación, no obstante que el 11 por ciento de la población norteamericana (40 millones de personas) es de origen mexicano.
         La leyenda cuenta que el jovencito Donald Trump, en los años 60, cobraba las rentas en los edificios de su señor padre en Manhattan, y por regla aprendida debía hacerse a un lado luego de tocar a la puerta de los apartamentos rentados por familias mexicanas… pues no era imposible que lo recibieran a tiros. Lo mismo los portorriqueños, que discutían y manoteaban para no pagar. Desde entonces esa ojeriza contra los mexicanos y similares.
          Al expulsar a los indeseados, amén de ilegales, lograría una cierta “purificación” demográfica. Que se queden los legales, los originales, los que pagan impuestos y no remiten las costosas remesas a sus familiares en Puebla y Michoacán. En el fondo esa actitud no es muy distinta a las campañas de purificación que la ideología nacional-socialista implementó en la Alemania nazi. ¿Campos de exterminio o campamentos de expulsados?
          Lo que veremos en la frontera norte, a partir de la semana próxima, podría ser un operativo más bien de carácter simbólico (porque lo habrá), aunque también una política de expulsión que duplique, o triplique, las cuotas “de retorno forzado” que actualmente se observan. Y los nuevos gobiernos, aquí y allá, reconsiderando los tratados firmados, el Temec, los aranceles y el flujo turístico.
         Lo dijo James Monroe al enunciar su doctrina, “América para los americanos”, hace dos siglos. En estos tiempos de jaleo militarista (Gaza, Ucrania, Siria), la tentación intervencionista se irá poniendo de moda. El Golfo de América y América sin los bad-mexicans.
         La relación de Palacio Nacional con la Casa Blanca no será la más tersa de los tiempos modernos. El golfo que cierran las penínsulas de Yucatán y Florida ¿debe cambiar de nombre para honrar al nuevo imperio? El ensanche trumpista, la verdad, suena más a bravata de barrio, aunque habría que ir considerando algunas opciones. ¿Golfo del Mississipi? ¿Golfo de Altamira? (que no suena mal). Ofrezcan sus opiniones.

Ese Año.

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Al fallecer el gran dirigente ruso, la patria bolchevique se vio hundida en la horfandad. Muerto Vladimir Uliánov qué quedaba. Optar por el legendario León Trotsky, comandante militar de la revolución de octubre, o por el trío siniestro encabezado por Koba (Iósif Stalin), quien heredaría el poder soviética, emprendería una purga política despiadada, y se encargaría de enfrentar la invasión de los ejércitos de Hitler… cobrándose con creces en la victoria, con el regalo que fue el Pacto de Varsovia.

 

Estamos hablando, obviamente, de 1924 y sus consecuencias en el plano mundial. Fue el momento en que Elías Calles sucedió a Obregón en la silla presidencial, el año de la asonada Huertista que se llevaría entre las patas al gobernador socialista Felipe Carrillo Puerto, el año que se inventaron los klínex y se instauró el 30 de abril como Día del Niño.

Ahora –un siglo después– concluye un ciclo más de historia con algunas sorpresas. Una mujer preside la nación (en 1924 ellas no tenían derechos cívicos), una silenciosa invasión trata de conquistar los Estados Unidos, las mafias del crimen controlan buena parte del territorio nacional, Palestina e Israel están en guerra, lo mismo que Ucrania luego de ser invadida por los rusos (que no soviéticos). Ha sido el año más caluroso desde que se tiene registro, la autonomía de los poderes judicial y legislativo ha desaparecido bajo la tutela del nuevo régimen, que ha sustituido al anterior luego de arrasar en las elecciones de julio pasado.

Eso no es todo. El de 2024 fue también el año de Donald Trump, quien recuperó la presidencia norteamericana luego de sobrevivir a un atentado que por una pulgada estuvo a punto de costarle la vida. El año de la espectacular Olimpiada en París. El de la Inteligencia Artificial que terminará por gobernar (si no hacemos algo) nuestra voluntad. El año también en que uno y otro choque han sacado a Choco Pérez de la palestra de la Fórmula Uno… perdón, Chico, Chico Pérez.

Lo que viene, por cierto, no es nada prometedor. A partir del 20 de enero próximo se anuncia una deportación masiva de migrantes indocumentados en suelo estadunidense que, según cifras publicadas, podrían sumar 11 millones de personas. Muchos de ellos son de procedencia mexicana, la mayoría han arribado de América Latina, aunque no faltan los africanos y asiáticos. La pregunta que se hacen hoy las autoridades es una: ¿cómo habrá de enfrentarse esa expulsión demográfica?

¿Dónde ubicarlos, cómo mantenerlos, proceder a otra remisión a sus países de origen? Y las armas diplomáticas que habremos de emplear… los aranceles, las cartas de protesta, las acusaciones ante los foros internacionales. ¿Serán 20 mil, 200 mil, 2 millones? No se sabe.

En el plano interno, sin embargo, la presumible ruptura de la presidenta Claudia Sheinbaum con su antecesor, por lo menos en el aspecto simbólico, es cada día menos probable. Los rituales siguen siendo los mismos, se repite la misma narrativa transformadora, aunque en los hechos no haya procedido ninguna medida de arrojo anticapitalista, como sí hizo el comandante Chávez al instaurar lo que él llamó “el socialismo bolivarista”, y que ha significado (en términos de evidencia) la ruina de esa nación.

También ha sido éste el año del arrasamiento de la oposición. Los partidos tradicionalmente rivales –el PRI, el PAN– no son ahora ni la sombra de lo que fueron. El partido de Jesús Reyes Heroles, de Luis Donaldo Colosio, de José López Portillo, Miguel Alemán, Carlos Salinas incluso, hoy es un cachorrito que ladra amarrado al fondo del galerón. Ya no se diga el partido del jefe Diego, Vicente Fox, Clouthier, por no referir a don Manuel Gómez Morín. Hoy se presentan como una cueva de Judas carentes de principios, demostrando quizá que el sitio de la democracia cristiana fue un sueño guajiro arañando al maderismo.

El buitre que asoma este año por iniciar, nadie lo dice, es la tentación de la reforma fiscal. No es ningún secreto: las arcas nacionales están en el último centavo, hubo un despilfarro populista para garantizar el voto de miles y millones de “beneficiados” y “becarios” que hoy pasan las de Caín para hallar un empleo formal. Ocurrió en Venezuela, recibir unos pesos mensuales está muy bien, pero eso no es garantía de aplicación laboral, aprendizaje industrial, ahorro y prosperidad, como se mereciera.

La alternativa seguirá siendo el ambulantaje y la informalidad. El comercio y las fondas al pie de calle… fritangas, mercancía de procedencia muy extraña (¿robos en carreteras?), conexión eléctrica irregular y sin recibo de pago, trabajadores sin seguridad laboral ni médica. Un poco lo que está significando la “chinacitación” de la economía nacional donde cada cual se rasca con sus uñas y agarra lo que puede. ¿Y el SAT, el IMSS, el IVA? Bien gracias.

2025 será el año de la firma de la paz en Ucrania, cediendo a Putin el 30 por ciento de su territorio original. Posiblemente también haya una tregua en Gaza y los territorios fronterizos de Israel, una vez que se ha dado un tremendo castigo a los milicianos de Hamas y Hezbollah, y colateralmente a la población que les proporcionaba escudo.

De 1924 a este año que concluye la evolución de nuestro mundo ha sido admirable. Hace un siglo no existía internet, la estación espacial internacional, televisión, pizzas, los teléfonos celulares, el servicio de Uber, el Rock, Netflix, Taylor Swift ni Shakira. Sí, es verdad, hemos progresado y hay que entenderlo. Y agradecerlo.

Ese año, el que se va, no fue tan malo, el que viene es una promesa de entendimiento y sosiego. Esperemos.

La última diva.

By Sobre 2 ruedasNo Comments

Bellas de día y de noche. Divas por divinas, diríase angelicales, aunque no siempre intérpretes de ópera a lo María Callas o Filippa Giordano. La voz de Silvia era ligeramente ronca y no se le reconocen, precisamente, escenas de mezzosoprano.

Decíamos que adorables porque en ellas habita la belleza clásica de las efigies que habitan en muchos museos romanos, por decir lo menos. Sólo que de los escenarios operísticos, del mármol y los lienzos, saltaron a las pantallas cinematográficas en los inicios del siglo pasado, y el paradigma varió. Con el invento de Lummiere las divas fueron, materialmente nuestras y a la mano… hablaban, bailaban, besaban en close up. Gritaban y se desnudaban, descendían corriendo las escaleras. Eran nuestras en blanco y negro, luego a todo color y en cinemascope. ¿Qué más podía pedirse?

Despiertas, dormidas; iracundas o carcajientas, las divas son simplemente adorables y se les perdona todo. Divorcios y borracheras, exabruptos y tropezones, que fumen o no, escapadas anónimas con el productor en turno… al fin que nadie vio; que para eso estaban los pasquines de escándalo.

Ha sido el caso de Elizabeth Taylor y sus ocho matrimonios, Brigitte Bardot (la famosa “bomba BB”) y sus desnudos a la menor provocación, Catherine Deneuve (con todo y su capítulo Mastroianni), la infantil y encantadora Marisol (Pepa Flores), que luego se afilió al Partido Comunista de España, Ava Gardner y los revolcones en la plaza con el matador Luis Dominguín, ya no se diga Gina Lollobrígida y sus devaneos con Fidel Castro.

Silvia Pinal, en una reciente aparición, se quejaba ante el entrevistador televisivo… “¿me pregunta de amor y experiencia romántica? Por Dios, eso ya es humo. Vengo de cuatro largos matrimonios, ahora tengo otros problemas…”, porque la Pinal casó, recordemos, con el productor Rafael Banquells, con el cineasta Gustavo Alatriste, con el cantante Enrique Guzmán y con el político Tulio Hernández (PRI) que la hizo primera dama del estado de Tlaxcala. Y a mucha honra.

Algo aprendería pues después se desempeñaría como diputada y senadora, con no tan malos desempeños. Y es que la política y la belleza, el poder y la fascinación erótica, nunca han estado distantes. Recuérdese, si no, los arrebatos que han tenido los poderosos John F. Kennedy con Marylin Monroe (léase de Jed Mercurio, “Un adúltero americano”), Nicolás Sarcozy con Carla Bruni, Mao-Tse Tung con la juvenil actriz Jian Qing (la temible Madame Mao de la “revolución cultural”), Juan Domingo Perón con Evita, José López Portillo con Sasha Montenegro, Miguel Alemán Velasco con la Miss Universo, Christian Martel (Magnani), ya no se diga Enrique Peña Nieto con Angélica Rivera (la “Gaviota”).

Silvia Pinal hizo lo que quiso con su porte y su belleza, y a mucha honra. Me recuerdo cuando alguna vez, en los años ochenta, acudí a entrevistarla y, la verdad, quedé como turulato ante su presencia. Tartamudeaba al preguntar… pobre de mí. Y es que la Pinal habitó siempre en las antípodas de la otra diva mexicana, María Félix, por cierto que ambas sonorenses, como Obregón, como Colosio.

Silvia era cálida, María gélida; una simpática y risueña a la menor provocación, la otra arrogante y jactanciosa. Ya lo decíamos, una bailando rockanrol con Enrique Guzmán, la otra recogiendo conchitas en la paya con Agustín Lara la noche de su luna de miel. Cada quien.

Se ha dicho hasta el cansancio. La revelación histriónica de Silvia Pinal ocurrió cuando hizo mancuerna con Luis Buñuel, el genio surrealista. Sus películas eran de escándalo y bostezo, decían, porque el realizador venía de la escuela de Salvador Dalí y Federico García Lorca. Hacer locuras que parezcan verdades (la realidad es insoportable, ¿no?), y así las películas de Buñuel con la Pinal… “Viridiana”, “El ángel exterminador” y “Simón del desierto”, fueron la sublimación actoral de nuestra diva, de la que el rústico aragonés, seguramente anduvo medio enamoradillo.

Silvia Pinal era todo. Coqueta, generosa, lista (más que lista), amorosa con sus hijos y transparente. Con ella hemos perdido a la última diva del cine de oro mexicano. ¿Quién no recuerda a Dolores del Río y María Douglas, Katy Jurado y Ninón Sevilla (aunque cubana), Mari Cruz Olivier y Lilia Prado, Isela Vega y Sasha (aunque argentina), Julissa, Tongolele (nacida en Spokane, EU), Angélica María, Salma Hayek, Verónica Castro, Maribel Guardia? O sus contrapartes de carcajada y despecho; Florinda Meza (la Chimoltrufia), Vitola (Famie Kaufman), o la india María.

Divas y señoronas de la pantalla, qué fácil decirlo, cuando que se han robado millones y más millones de suspiros, equivalentes a la deuda de Pemex. Han sido parte fundamental de la educación sentimental a la mexicana. Son las dueñas de nuestros sueños, nuestra conversaciones y, ¿por qué no?, también de nuestras perversiones. La belleza existe, quiérase que no, y con ellas queda redimido el mestizaje nacional.

La última neumonía se llevó a Silvia Pinal. La recordaremos siempre como el demonio provocador en la cinta “Simón del desierto”, nosotros queriendo ser el estilita trepado en su columna de renuncia y castidad –con los trapos de Enrique Rambal–, tentados a descender y entregarnos a los pecados de la carne, el poder y los programas de Bienestar Social. Ah, Silvia, qué tentación.    

Tiempos de cananas…

By Rutas literarias, Sobre 2 ruedasNo Comments

Irse a la bola. En los comicios de 1910 el resultado dio como ganador al general Porfirio Díaz Mori para ocupar la Presidencia de la República, de 1910 a 1916. Su partido coaligado (Democrático – Científico) obtuvo el 98.96 por ciento de los votos, frente al candidato del Partido Antirreleccionista, Francisco Ignacio Madero, quien solamente logró 196 votos, equivalentes al 1.04 por ciento del electorado. Pero las cosas no quedaron ahí.
Acusado de “conato de rebelión y ultraje a las autoridades”, el candidato perdedor fue encarcelado varias semanas, logró evadirse a San Antonio, Tejas, donde lanzó el Plan de San Luis, que incitaba: “Conciudadanos; no vaciléis un momento, tomad las armas, arrojad del poder a los usurpadores (…) Nuestros antepasados nos legaron una herencia de gloria que no podemos mancillar. Sed como ellos fueron, invencibles en la guerra, magnánimos en la victoria”, y aquí estoy.

El 20 de Noviembre es el día de la Revolución, que de algún modo fue el onomástico, también, del partido de la Revolución que gobernó, ininterrumpidamente, de 1929 a diciembre del año 2000 cuando el presidente Ernesto Zedillo entregó la banda presidencial a Vicente Fox. Lo demás, es historia. Con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR), después PRM, después PRI, correría esa época denominada, sin mayor rigor, “los años del régimen”.
Mi humilde circunstancia es producto de esa épica. Mi abuelo Leopoldo era un bonancible comerciante de Cuquío, en los Altos de Jalisco, donde había logrado establecer un próspero almacén. A mediados de 1918 (en plena lucha armada) una milicia ocupó el pueblo y don Polo, esa noche, fue advertido de que a la mañana siguiente vendrían por él para fusilarlo. Acusado de espía, traidor, contrarrevolucionario, cualquier pretexto con tal de despojarlo del negocio y su ranchito. Era lo que se acostumbraba. Y esa noche, a lomo de mula, don Leopoldo huyó por la cañada de Oblatos hasta alcanzar Guadalajara. Iban con él doña Herlinda, mi abuela, y los pequeños Enrique y Rafael, padre y tío míos, que cursarían estudios bajo la luz de una vela, “porque la luz era muy cara”. No he sabido cuál fue el generalote que decidió aquel veredicto, ¿Julián Medina Isidro Michel, Cleofas Merced, Ramón Romero, Cedano Mota?, pero me la deben. Sí, viva la revolución.

Después de la mexicana prendió la mecha. El XX fue el siglo de las revoluciones… la rusa, la española (guerra civil), la china, la cubana, la nicaragüense. Derrocar al tirano, despojar a los burgueses, hacerse del poder con un partido ceñido como haz… de donde porviene el concepto “fascista” de las huestes romanas, a fin de lograr que “el Estado impere por encima del individuo”.
Recuerdo a los maestros, cuando párvulo, y su dificultad para explicar los tumbos que significó aquel movimiento histórico. Sí, Madero derrocó a don Porfirio (y lo asesinaron), Venustiano Carranza firmó la Constitución (y lo asesinaron), Obregón fue el mejor general (y lo asesinaron), Pancho Villa fue un estratega feroz (y lo asesinaron), Emiliano Zapata defendió como nadie a los campesinos (y lo asesinaron). De modo que uno, a los once años, se preguntaba, ¿de qué se trató todo aquello? ¿Una feliz degollina? Por lo menos mi abuelo salvó la vida.


Ahora cabría preguntar, ¿y qué fue de aquellas tan célebres revoluciones? La mexicana dio el último respiro con la Casa Gris de Angélica Rivera de Peña Nieto. La rusa se extinguió con las fallidas Perestroikas y Glasnot del apocado Gorbachev. La china comunista recuperó el capitalismo de estado cuando Deng Xiaoping planteó que el color del gato, “blanco o negro”, no importaba sino que cace ratones. La cubana, que mandaba contingentes de “gusanos” a Miami, ahora expulsa columnas de migrantes que inician en Tapachula. La nicaragüense, luego hablamos. La “bolivariana” de Hugo Chávez que terminó como el pajarito consejero de Maduro. La Guerra Civil de España (que no revolución), acabó con las asonadas que se sucedían desde el siglo XVIII y modernizó al reino de Castilla.
Sin embargo perdura la violencia como sinónimo de las revoluciones. Y su épica, decíamos, poblada de mártires, canciones, himnos (La Marsellesa), desfiles militares, asonadas, folklor (Adelitas y Juanes), ideología y más ideología. Los héroes dejan de ser humanos, ascienden al cielo republicano, resucitan en los monumentos y las avenidas.

Así que la celebridad de las revoluciones está en entredicho, aunque la humanidad no sería lo que es sin esos periodos violentos de mutación. La política abandonando el diálogo para empuñar el machete, los fusiles y la guillotina. Llega el 20 de Noviembre y los atletas obreros marchan en las avenidas. “Gracias, señor presidente”, se leía en sus pancartas de antaño. Ah, la celebración de las cananas y “la bola” que se hizo régimen tricolor, hasta que se desbieló.

La culpa es de los paisanos…

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Está en el Génesis pues, que para eso tenemos las piernas. Andar, caminante no hay camino, los poetas se cansan de cantarle al instinto de mudar residencia. Por eso ganó Trump (¿ganó?), por eso perdió Kámala (¿perdió?), por los millones de migrantes que han echado a caminar buscando el paraíso del verde dólar.
Van los nicaragüenses, hondureños, cubanos, haitianos, venezolanos, paquistaníes y guatemaltecos –acompañados por miles de mexicanos– a las alambradas y el río Bravo pues no hacen sino obedecer el versículo de la Santa Escritura donde se prescribe la orden: “Sed fecundos, multiplicaos y llenad todos los rincones”… con visa o sin ella, con permiso del Instituto Nacional de Migración, o sin él. Pero migrad, migrad, que la Tierra Prometida existe, obtened la “green card”, que luego ya todo será resuelto.
El tema de las elecciones en EU ha sido ése, los migrantes ilegales que llegan del sur, igual que hormigueros, buscando la bonanza con todas sus letras. Lo han disfrutado sus  paisanos… hermanos, primos, tíos, hijos, y que ahora, piensan, será su oportunidad. “Acá alcanza para todos”, les confían en las llamadas telefónicas o, como aseguraba un actor en la carpa… “en lo estéits no hay desmadres, el que no trabaja, se chinga”.
Lo ha rugido Trump hasta el cansancio, lo ha sugerido Harris con su contagiosa sonrisa: los inmigrantes ilegales deben ser regulados, contenidos, o rechazados simplemente cuando la norma se excede. Y es que la imagen de los Estados Unidos (o Europa misma) brillan en las pantallas como paraísos de redención, seguridad y prosperidad; lo que no ocurre en sus países de origen.
 ¿Cuál es la realidad en esas naciones arriba aludidas, a las que habría que añadir El Salvador, Brasil, Egipto e India incluso? Se trata de países donde no hay garantías para el trabajo, la educación, la seguridad familiar. Estados medianamente fallidos en los que las mafias se han adueñado de buena parte del territorio y dominan la vida civil, sometiéndola bajo sus normas de terror y extorsión. La Mara-trucha salvadoreña, los Magozo en Haití, los “Choneros” del Ecuador, o las bandas del CJNG, los chapitos o los mayitos en nuestro territorio.
Con el Génesis bíblico o sin él, la especie humana ha tenido como norma la migración. Los antropólogos cifran que el origen del homo sapiens estuvo situado en el centro de África, medio millón de años atrás, y de ahí partieron las migraciones que arribaron al Asia, Europa, Oceanía y América, “persiguiendo al mamut”, como nos enseñaron en el colegio. Hubo (para los navegantes europeos) el descubrimiento del nuevo mundo que llamaron América, y un siglo después Australia. Aquella primera migración fue de europeos buscando colonizar –y conquistar–, los territorios recién hallados, encabezados por españoles, británicos y portugueses. Luego hubo una segunda oleada, de franceses e italianos, en los siglos XIX y XX, por no mencionar la de alemanes, sirio-libaneses, croatas, daneses, chinos y japoneses.
Para ellos no hubo rechazo abierto, como hoy a los “ilegales” en suelo norteamericano, permitiéndoles y exhortándolos a fundirse con las poblaciones locales, en franco mestizaje. El caso de los chinos en el norte de México fue la excepción, y la matanza de Torreón (1911) es una vergüenza que arrastramos sin pedir perdón ni ofrecer recompensa.
 De todo ello deriva la xenofobia que se ha apoderado, abierta o sigilosamente, de medio planeta. Iniciando con los “pogromos” contra los judíos en Rusia, trasladado luego al holocausto nazi, pasando por las guerras tribales en el centro de África, y desde hace medio siglo el conflicto árabe-israelí. La facción Hezbolá (que significa “el partido de Alá”) tiene como propósito final la expulsión de Israel del medio oriente, y su exterminio.
 Así las cosas hoy. Paisanos que llaman a su parientes para disfrutar de ese vergel de McDonalds y “freeways”, trabajando como jardineros, peones de campo, albañiles o matarifes del narcotráfico. Todo mil veces mejor que permanecer en el infierno que es el propio terruño. Está en la Biblia y en los discursos desaforados de Donald Trump, cuando la moneda aún está en el aire.

El oro del remordimiento.

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Nuestra herencia devota señala que diez son los actos que nos hacen indignos, réprobos en términos bíblicos… hasta que somos redimidos. Le ha ocurrido al productor Harvey Weinsten, al expresidente Andrés Manuel, al químico Alfred Nobel.

En 1888 murió Ludvig Nobel, que la prensa francesa celebró erróneamente: “Ha muerto el mercader de la muerte”. Lo habían confundido con su hermano Alfred, quien ciertamente había inventado la dinamita y la cordita (pólvora sin humo), explosivos que renovaron el arte de la guerra y le generaron, por cierto, cuantiosas regalías. Así fue como el químico sueco, carcomido por la culpa, decidió limpiar su mala fama con la creación del premio internacional que lleva su nombre.

La culpa, la culpa, siempre la culpa. No fornicarás, no robarás, no mentirás, no matarás… que, a propósito, nuestro balance sexenal alcanzó la cota de los 200 mil homicidos, es decir, 92 asesinatos diarios, lo que nos sitúa como uno de los países más inseguros del orbe.

Pero estábamos con Alfred Nobel y el premio a la Paz concedido este año al colectivo Nihon Hidankyo, conformado por testigos de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. Los sobrevivientes del ataque atómico se hacen llamar “hibakusha”, cada vez son menos (el más joven tiene 80 años), y son promotores de la supresión mundial de ese tipo de armas. La culpa arraigada.

Nihon Hidankyo será premiado con una medalla de oro y 900 mil dólares en metálico. El Doctor Simi (Víctor Manuel González Torres), por cierto se quedó con las ganas luego de una campaña mediática que lo propuso merecidamente, aunque fueron 268 los postulantes.

La culpa de Alfred Nobel es equiparable a la del físico Robert Oppenheimer, inventor de la bomba atómica, quien vivió hasta su muerte con el remordimiento de haber provocado la muerte instantánea de más de 150 mil personas. La historia está recreada en la película de Christopher Nolan estrenada a fines del año pasado.

No matarás, no robarás, no mentirás, honrarás a tu padre y madre. Que por cierto esta madre patria nuestra, que se llama España, ha sido vilipendiada por nuestros gobernantes al exigirle que se humille, y postrada grite a los cuatro vientos que sí, ha pecado al expandir su imperio por el Nuevo Mundo que descubrió el piloto genovés (ya ni su nombre podemos citar) hace 534 años.

“Repent, repent, repent!”, gritan como enloquecidos los ministros puritanos buscando limpiar de impiedad al mundo. Igual que el capitán Ahab, navegando incansablemente para exterminar al demonio que han bautizado Moby Dick. De ese modo andan ciertos almirantes denostando al impuro; que se enmiende y pida perdón. ¡Arrepentíos, hijosdeputa! ¿¡Por qué nos conquistaron?!, a ver si de ese modo recuperamos la armonía del comunismo primitivo que vivíamos con los Caballeros Águila.

El pecado ha sido vuestro, bandidos lujuriosos que sólo pensáis en robar nuestro oro… Y ya estarán los celtas redactando sus cartas exigiendo reparación al César de hoy (como se llame), que les envió aquellas belicosas legiones. O los pueblos tagalos condenando a los batallones del Japón que les invadieron sus islas filipinas. O los artesanos vieneses maldiciendo el asedio de Batu Khan, el conquistador mongol del siglo XIII. ¿A dónde enviarle la cartita? ¿A Pavlodar, Astracán? ¿Me vas a pedir perdón? y así cantemos juntos el bolero de Pedro Flores, “perdón, vida de mi vida, perdón si es que te he faltado, perdón, cariñito amado…”

La culpa de Alfred Nobel se hace presente una y otra vez. En los museos del Holocausto, en las peregrinaciones a Lourdes y Chalma, en el Viacrucis de Pascua que se repite en medio mundo. ¡Perdón, perdón por haberte crucificado, por haber exterminado a seis millones de judíos! Perdón, admirada Salma Hayek, por guardar estos pensamientos de lascivia.

El remordimiento no llega. La contrición incumplida impide completar la eucaristía. Sin perdón no hay olvido, y sin olvido vivimos en perpetuo reconcomio. Como era el destino de Alfred Nobel, hasta que decidió sobreponerse a la dinamita, poner el oro y abrirse a la vida, la esperanza, y la gratitud.