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David Martín del Campo

En la madre

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Cuentan las crónicas de aquel 10 de mayo de 1949, en la inauguración del Monumento a la Madre ubicado en el jardín Sullivan, el desmadre en que derivó el festejo. Se había anunciado que las primeras mamacitas que acudieran ahí, con el presidente Miguel Alemán en persona, serían obsequiadas con modernas licuadoras eléctricas para liberarlas del humillante molcajete. Y llegaron diez, cien, mil, diez mil… y aquello fue un bochinche que terminó en rebatinga. Los guardias del Primer Mandatario debieron llevárselo en andas para salvarlo del feroz arrebatadero.
    Ah, la fascinante modernidad. Aquello se remontaba a 1922, cuando el secretario de Educación, José Vasconcelos, instituyó la fecha como la efeméride cívica por antonomasia. En el pedestal del monolito fue colocada una placa anunciando a todos los cielos que la figura ahí dispuesta celebraba “a la que nos amó antes de conocernos”. Y todos (y todas) tan felices.
   Muchos pensadores del siglo pasado han señalado aquello de que el mexicano, “ausente de padre”, experimenta un complejo edípico de marca. Con un padre inexistente, no le queda más que vincularse afectivamente a su progenitora, con todas la consecuencias que ello supone. Después de todo madre sólo hay una, y el que lo niegue que se vaya mucho… Bueno, al fin que todo queda en familia.
   Sin mencionarlo abiertamente, los antropólogos coincidían en explicar aquello de que la (nefanda) Conquista habría implicado, también, una violación masiva de mujeres ante el hecho de que los soldados castellanos venían solos, lo mismo que Hernán Cortés. Y que cada cual se buscase su Malintzin para cumplir con la hombría en suspenso. Buena parte de nuestro mestizaje ocurrió de tal manera, que ya la cuestión de los apellidos vendría después.
   Que nadie se sorprenda… las guerras, además de la conquista territorial, supone ese daño colateral del que muy pocos (pocas) gustan hablar. Es el caso -para los interesados- de la crónica titulada “Una mujer en Berlín” (ed. Anagrama), publicado anónimamente en 1954, y que se presume es el testimonio de Marta Hillers, quien  habría sufrido -como cientos de miles de mujeres alemanas- el abuso sexual de las tropas soviéticas, comandadas por el general Zhúkov, “liberando” al país del régimen nazi.
   De tal manera es como en la madre depositamos toda nuestra confianza, nuestras dudas, nuestro cariño sin tapujos. Con el padre todo está bien, aunque históricamente era el ausente pues debía salir a matar bisontes, atender la chamba y cumplir con las 40 horas de jornada laboral que ya don Fidel Velázquez demandaba en los años setenta. La chuleta es la chuleta, en el sobreentendido de que desde hace medio siglo la mujer contribuye igualmente a la economía doméstica. Después de todo para eso se inventaron las guarderías y los klinbebés. La liberación femenina, después de todo, es mucho más que retórica electoral.
    La valoración suprema que hacemos de nuestras progenitoras habita en el lenguaje coloquial. ¡En la madre! es la expresión ante un percance inesperado. “Vale madre”, por lo contrario, significa la minusvalía de una decisión. Ya no se diga la exclamación suprema de un logro personal, ¡a toda madre!, implícito en la película de Pedro Infante y Luis Aguilar, ¡ATM!, que se anunció hipócritamente como ¡A toda máquina!
    Reyes y reinas, presidentes y presidentas, ministros y ministras; el ejercicio del poder no es más un asunto de testosterona, y los padres y las madres participan hoy en circunstancias de igualdad (se supone) dentro del seno familiar. La milicia y el clero, hasta hoy, son las instituciones donde las mujeres no alcanzan los estrados supremos… y así quedarán las cosas por algún tiempo. Caso aislado ha sido el de Michelle Bachelet, quien fungiera como Ministra del Defensa en Chile, antes de ser electa Presidenta.
    De la Mamá de Tarzán a “La Madre”, la inconmensurable novela de Máximo Gorki, corren todas las alusiones maternas de nuestra cultura. La de Iraq, en 1991, fue la “Tormenta del desierto” que Sadam Hussein rebautizó como “La madre de todas las batallas”… y así le fue cuando los ejércitos combinados de Estados Unidos y otras 30 naciones (incluyendo El Salvador) fueron al rescate del pequeño emirato.
    En “La Madre” cincelada por el escultor Luis Ortiz Monasterio son visibles los rasgos de la escuela mexicanista de arte. Mestizaje, rasgos olmecas, ya no más el paradigma afrancesado que imperó en el arte del porfiriato. Esa madre de cantera, por cierto, se fue al suelo en el terremoto de 2017, y ahí estuvo algunos meses a la espera de los restauradores.
    Ahora, celebrando el 10 de Mayo, reluce empoderada luego del resultado electoral de 2024. Pareciera evocar la estrofa retadora de Silvio Rodríguez en “…madre, en tu día, tus muchachos barren minas en Haiphong” porque el bombardeo norteamericano en Vietnam era del todo feroz. Esos muchachos cubanos que, hoy día, integran buena parte de las caravanas de menesterosos que marchan hacia Estados Unidos para enviar, en su momento, algunos dólares a las buenas madres que esperan reposando en la poltrona. Un ramo de rosas sí, una licuadora no.

LA PERFECTA IMPERFECTA.

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Los que asistieron a esa premier en la Cineteca Nacional aún lo recuerdan. Era el jueves 12 de febrero de 1976, y a punto de iniciar la proyección de “El reportero”, la premiada película de Antonioni, irrumpió el novelista afrancesado (recién había desembarcado de París), y dirigiéndose al novelista de Aracataca, en la primera fila de la sala, le soltó un puñetazo al rostro. Gabriel García Márquez, que apenas lo saludaba, rodó al piso y Vargas Llosa se fue sin decir palabra. La “china” María Luisa Mendoza, ahí presente, clamaba: “Traigan un bistec”, para el moretón. Así moría esa fraternidad literaria que algún crítico bautizó como “el boom latinoamericano”, luego que Rodrigo Moya la retratara en su casa al acudir al llamado de Gabo.

Habían sido amigos y cómplices, en las buenas y en las malas, durante los años de zafacoca en Barcelona, París y La Habana donde conversaban con sus pares, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Carlos Barral y José Donoso. La deslumbrante camada se extinguió la semana pasada con el fallecimiento de Mario Vargas Llosa en su casa familiar de Lima.

Contar y recontar la vida. La vida nacional y la vida personal, la tragedia que es Latinoamérica a ratos, la pasión y la desesperanza, la utopía, la entronización del poder, la barbarie que se niega a abandonarnos. Todo ello habita en las novelas de esos monstruos de la narrativa –el Boom– que se fumaron la vida con su obra, como aventureros desaforados.

En México se recordará por siempre la expresión destemplada que hizo Vargas Llosa en el verano de 1990 para describir al régimen del PRI. “La dictadura perfecta no es el comunismo, no es la Unión Soviética, no es Fidel Castro, la dictadura perfecta es el PRI en México”. Sentencia que quedó como de bronce. La dictadura no tan perfecta que había perdurado 70 años (desde 1929, en que Plutarco Elías Calles lo fundara como PNR). Y con cajas destempladas alguien le sugirió que sí, abandonara prontito el país. Y se le quedó el mote. La perfecta dictadura que ni Somoza, ni Perón, ni Trujillo lograron instalar, per se, en sus propios países.

La novelística de Vargas Llosa recoge algunos episodios regionales del caso. Es lo que se narra de modo magistral en La Fiesta del Chivo, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta, Tiempos recios, y de algún modo en La casa verde, Conversación en la catedral, El pez en el agua. En esas novelas Vargas Llosa nos cuenta las ilusiones de redención nacional, el atraso popular, el ejercicio del poder que se arrogan esos tiranuelos ávidos de codicia y venganza, cuyos nombres hacen heder las páginas de la historia continental… Fulgencio Batista, Alfredo Stroenssner, Augusto Pinochet, Jorge Videla, Hugo Chávez, nuestro Victoriano Huerta, “Papá Doc” Duvalier.

Dictadores de pacotilla que sucumbían en la primera asonada pues nunca supieron hacer “institucional” la sucesión del poder, como aquí lo vislumbró el Jefe Máximo, ya lo decíamos, Plutarco Elías Chávez. Sólo que la democracia, cuando se conquista en las calles y en las urnas, se vuelve del todo aburrida y no es candidata a protagonizar un ejercicio narrativo de peso. ¿Alguien se animará a escribir la novela de Dilma Roussef, de Andrés Pastrana, de Enrique Peña? Serían convenientes para la lucha contra el insomnio.

En un arranque de arrogancia, discípulo al fin de Jean-Paul Sartre, Vargas Llosa sintió la necesidad existencial de trascender en el plano político. Como nadie de su generación, se lanzó a la campaña electoral por la presidencia del Perú en 1990, que perdió ante un anónimo candidato de apellido japonés, que terminaría en la cárcel. Rómulo Gallegos, escritor colombiano, sí logró la presidencia de su país (1947-48) hasta que fue derrocado. Lo mismo intentaría nuestro José Vasconcelos en la campaña antirreleccionista de 1929, pero el temerario intelectual político fue derrotado por el incipiente y perfecto régimen.

Mario Vargas Llosa fue igualmente aventurero. En la literatura, combinando los episodios biográficos con la narración histórica, en la vida personal, concertando relaciones sentimentales cada decenio, en la vida intelectual, ciñéndose al liberalismo luego de abandonar las militancias juveniles de corte comunista.

Fue el más importante escritor en lengua española de su generación, y así fue reconocido por los jurados del Premio Nobel y del Príncipe de Asturias. Cumplida su misión, en los últimos años fue conciliándose consigo mismo y su gente. En 2022 publicó en la revista Letras LIbres un cuento denominado “Los aires”, en el que describía el aburrimiento y la extrañeza de un personaje que no se reconoce ya en los ámbitos de antaño… la gente ya no conversa, sino que dialoga con sus telefonitos, y todo ha perdido de interés. Luego anunció que ya no colaboraría con su columna periodística Piedra de toque, y se despidió de sus lectores. Al poco abandonó a Isabel Preysler, con quien había concertado un romance de socialité, y retornó al seno familiar con Patricia, su mujer.

Paseaba por los barrios antiguos de Lima, se reconocía en las avenidas de antaño, conversaba con sus hijos, recibía a viejos amigos en su casa. El héroe estaba fatigado, su existencia había sido del todo imperfecta, pero vital como ninguna. Sí, el mundo le había pertenecido. ¿Qué más?

LA GRAN DEPRESIÓN II

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Fueron los años de Miguel de la Madrid, de José López Portillo, de Luis Echeverría. Todos ellos heredaron a Carlos Salinas de Gortari una economía que no hallaba salida a la crisis. Entonces surgió la oportunidad en eso que se llamó Tratado de Libre Comercio (TLC) de América del Norte, y con ello se avizoró la salvación de la patria. Los mandatarios de Estados Unidos, Canadá y México lo firmaron en diciembre del 1992. Tratado que un año después se encargaría de opacar el alzamiento del FZLN en las cañadas de Chiapas, y poco después el magnicidio en la barriada de Lomas Taurinas.
Fue lo que vivió esa generación, cuando el PRI arribaba a la senectud; la crisis, la crisis, la crisis que se repetía en todas las sobremesas y reuniones. “¿Para dónde hacerse?”.
         La mía fue un poco la generación del “milagro mexicano”. Los gobiernos de Miguel Alemán, Ruiz Cortines, López Mateos, y un poco Gustavo Díaz Ordaz. Crecimiento económico del 6, del 7 por ciento a ratos, y la clase media reinventándose con el frenesí de Dámaso Pérez Prado, Angélica María, Enrique Guzmán y Cri-cri alegrándonos la vida con la historia del Ratón Vaquero… antes que ganara las elecciones.
         Pero aquello se acabó con el neo-populismo de Echeverría y López Portillo, y el manido “desarrollo estabilizador” pasó a la historia cuando quisimos convertirnos en líderes del Tercer Mundo, de tan triste memoria.
         Ahora una nueva crisis asoma en el horizonte. La anunciada autarquía trumpista, que pretende cerrar de hecho la frontera a las exportaciones de productos y mano de obra mexicana, está empujándonos a la tan temida recesión. No hay dinero, no hay trabajo, no hay crecimiento económico, y que cada quien se rasque con sus propias uñas.
La decisión arancelaria de míster Trump –en lo que toca a Norteamérica– va encaminada a cancelar, en los hechos, el beneficio tripartita que significó el TLC, luego transformado en T-MEC. Resulta un poco el abuelo gruñón, que en su crisis de amargura decreta que ya se cansó de mantener nietos inútiles. Y lo peor de todo, que en su explosiva perturbación se está llevando entre las patas al comercio internacional… con el beneplácito de los líderes de Rusia y China, que aguardan el río revuelto para echar sus redes.
         Los efectos de la crisis económica son múltiples. El principal es la ausencia de dinero circulante, que en cadena ocasiona muchos más… desempleo, quiebras, recorte en los gastos de salud, entretenimiento, educación; con sus consecuentes efectos sociales: desalojos, depresión, mendicidad, y la tentación de incorporarse a las filas del crimen. Algo que esfuma los abrazos y multiplica, lamentablemente, los balazos.
         Las crisis, desafortunadamente, no se remedian con declaraciones y anuncios redentores. Las crisis ocurren cíclicamente, y por fortuna llega el día en que se dan por concluidas. La peor de todas fue la Gran Depresión de los años treinta, que arrasó las economías de las naciones más desarrolladas. Ahora pareciera estarse anunciada un nuevo periodo similar, hasta que sea anunciado un nuevo tratado (New Deal, como el que implementó Franklin D. Roosevelt en 1933 para impulsar un programa reformista) que nos salvaría de la ruina.
En ese sentido, los 18 puntos anunciados en el Plan México (y Plan Nacional de Desarrollo 2025-30) por la presidenta Claudia Sheinbaum, apuntan a resistir mejor los efectos perniciosos que tendrán los nuevos aranceles del gobierno de Donald Trump sobre las exportaciones mexicanas. Todo ello no hace sino corroborar que estamos ante el anuncio de una nueva crisis mundial, que ya podríamos denominar… Gran Depresión II, o Crisis de los Aranceles.
En el mundo globalizado de hoy la autarquía (“autosuficiencia nacional que busca reducir las influencias económicas, políticas y culturales extranjeras”) es impensable. Todas las naciones dependemos unas de otras; vino chileno y zapatos vietnamitas, autos mexicanos y aviones brasileños, relojes japoneses, sardinas españolas, celulares coreanos, películas hollywoodenses. Pero con la anunciada autarquía trumpiana, todo se ralentizará hasta los impensable. Serán tristes años de pobreza generalizada, que ya algún político humanista se encargará de corregir. O la guerra.

Todo queda en familia.

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El uso viene de los tiempos en que abandonamos las cavernas (¿abandonamos?). La secta, la tribu, el clan era lo que debía imperar; es decir “los nuestros”. Somos de la misma sangre, mamamos en el mismo lecho, “amarás a tu padre y madre”. Tú mi carnal, mi bró, ¿no semos lo mismo?

La Familia Real siempre ha sido respetada y obedecida sin menoscabo, por lo menos en los regímenes de monarquía parlamentaria. Alrededor de ella se extiende el boato de sumisión y respeto. “La Familia Real ha dado sus pésames”. El poder no se comparte y, cuando llega el momento, asoman los puñales. De eso tratan los dramas de y ante la lectura del testamento vienen las disputas y los arrebatos. “Hasta en las mejores familias sucede”, o precisamente.

En términos lingüísticos “nepote” significa sobrino, nieto, y era la costumbre de los Papas en Roma, desde los tiempos del Renacimiento, ésa de colocar en puestos administrativos a sus parientes de más confianza (incluso sus hijos). El diccionario describe el concepto como “la utilización de un cargo para designar a familiares o amigos en determinados empleos o concederles otro tipo de favores, al margen del principio de mérito y capacidad”. O sea, favoritismo con los de casa, amiguismo, enchufe.

En días pasados el legislativo en turno resolvió que la iniciativa de acabar con el nepotismo en los procesos electorales fuera una realidad… hasta el proceso de 2030 (¿ó 2300?). O sea, que los candidatos a la presidencia, diputaciones, senadurías, gubernaturas y otros cargos locales deberán cumplir el requisito de no tener parentesco consanguíneo o civil con el servidor público al que aspiran a suceder, ni tener vínculo de matrimonio o concubinato con el funcionario saliente.

La familia como trampolín político es un hecho en todas las naciones. Los Kennedy, los Bush y los Clinton en Estados Unidos; los Frei en Chile, los Somoza en Nicaragua, los Kirchner en Argentina, los Trudeau en Canadá, los hermanos Kaczinski en Polonia y los Castro en Cuba. Todo queda en familia, ya saben dónde se guardan las toallas, sólo habría que cambiar el paño a la silla presidencial.

En México ese caudillaje se explica por sí mismo. Con sólo nombrar el apellido se comprende el linaje sucesorio… los dos Miguel Alemán, los tres Cárdenas (abuelo, hijo y nieto), los hermanos Manuel y Maximino Ávila Camacho (su biografía está contada por Ángeles Mastretta en su novela “Arráncame la vida”), los hermanos Salinas de Gortari, los Monreal en Zacatecas, los Yunez en Veracruz, los Figueroa en Guerrero, los Sansores en Campeche… y así hasta completar el directorio.

En las naciones gobernadas por la monarquía eso no está en discusión. Las casas reales son sucesorias, manda el Rey o la Reina y todo mundo contento… hasta que les llega su hora en el cadalso: los Borbones en Francia, los Romanov en Rusia. Por eso, quizá, la necesidad de compartir las cosas en familia y de ese modo evitar las envidias y la rebatinga. “Para todos hay”, nomás fórmense por estaturas.

La administración de la cosa pública, por lo demás, no es equiparable al manejo de una tlapalería, aunque hay casos… La ironía de un gobierno que repite apellido, en todo caso, es que garantiza la ausencia de secretos. En charlas familiares y de sobremesa es como se comprende el manejo de los hilos del poder, los grupos y sectores, los sindicatos, los partidos, las cofradías. Vamos, que en familia todo se sabe…

Pero eso se acabó. Ahora deberán ser los méritos y desempeños propios la garantía de un buen ejercicio público, y no ser más un “junior” del PRI o de Morena. Personas con estudios y conocimientos, con buenas maneras y facilidad de palabra, con vocación de servicio y honorabilidad. De esos que se cuentan con los dedos de un manco… pero será hasta dentro de cinco años (si acaso), porque todavía podremos tener diputados y alcaldes sin título y de sonrisa cínica apretujados a la hora de sacarse la foto con el bueno… o con el hijo del bueno. Sonríe y trasciende, que ya eres de la familia.

Jurar bandera.

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Progreso, trabajo, civilización. A eso se reduce todo el esfuerzo por salvar a la Patria (¿salvar?). En los años párvulos fuimos obligados a memorizar esa, quizá la más famosa composición del poeta Rafael López:
         ¡Oh, Santa Bandera, de heroicos carmines suben a la gloria de tus tafetanes la sangre abnegada de los paladines… (y que una estrofa después ensalza aquello de la brisa mostrando ya el símbolo de la paz de entonces; progreso, trabajo, civilización, como si un Vasconcelos redivivo).
Fue la paz porfiriana, que duró sus buenos 33 años, y que muchos añoran cuando ven a la patria (otra vez) mangoneada por los carteles neo-terroristas. La paz Porfiriana y la paz Trumpiana… “expúlsalos, y luego viriguas”.
         La fecha obliga. Celebrar a la bandera fue por siempre una ceremonia de emocionada solemnidad. Ser parte de la escolta, mientras era izado el lábaro patrio en una esquina del patio de recreo, resultaba la envidia de todos. Cantar el himno de Francisco Bocanegra, escuchar al aplicado de cuarto año que, micrófono en mano, recitaba con voz temblorosa… “la sangre abnegada de los paladines, el verde pomposo de nuestros jardines, la nieve sin mancha de nuestros volcanes”. Y que alguien le explique el triste destino de esos glaciares legendarios sucumbidos por el calentamiento global.
         Celebrar a la bandera –que fue trigarante– es parte esencial de la educación escolar. Tricolor y con la estampa del águila mexica aludiendo a la fundación mítica de la gran Tenochtitlán. Ese símbolo, que por cierto acompaña todas las monedas que llevamos en el bolsillo, está por desaparecer del territorio nacional.
         Como se recordará, en 1994 el águila real (que así se le denomina) fue declarada como especie en peligro de extinción, y se conjetura que existen a lo más un centenar de anidamientos, sobre todo en la serranía de Durango y Zacatecas.
         Ha sido la circunstancia para exaltar los valores de la soberanía y el amor patrio defendidos a cabalidad. Sobre todo en estos tiempos en que el magnate presidencial del Norte suelta amenazas de todo tipo a fin de regenerar su patria. “Make America Great Again”, sí, a costa de aranceles, drones militares acechando nuestros cielos, amenaza de expulsar a cientos de miles de compatriotas indocumentados, y perpetrar misiones antiterroristas en suelo mexicano, si fuese necesario.
         Más si osare un extraño enemigo, como aseguran ocurrió en Culiacán el pasado 25 de julio, cuando (según despacho del diario El País) la captura de Ismael Zambada y Joaquín Guzmán hijo, “estuvo a cargo de agentes del FBI y la DEA”. Pues sí, con la bandera en alto, piensa oh Patria querida, que el cielo…
         La bandera que habitó, desde 1928, el emblema del PRI y antes del Partido Nacional Revolucionario, ahora ciñe un crespón luctuoso pues sus militantes, a cuentagotas, están migrando hacia el nuevo régimen que presume otro color. Esa bandera que defendió con la propia vida (asegura la leyenda) el cadete Juan Escutia al arrebatarla y arrojarse al abismo con ella, antes que los soldados del general Winfield Scott asediando el castillo de Chapultepec se apoderasen de ella. Sublime capítulo del imaginario escolar. O la bandera que fustigó el zapatista Antonio Díaz Soto y Gama, en la Convención de Aguascalientes (1914), al asegurar que “ese trapo” representaba simplemente el blasón de Agustín de Iturbide. Y se le fueron encima.
         Mi promoción de conscripto juró bandera el 5 de mayo de 1969 en la plaza del Zócalo capitalino. El presidente Gustavo Díaz Ordaz nos hizo la pregunta: “¿Juráis por vuestro honor guardar obediencia y fidelidad en el servicio de la patria?”. Le respondimos que sí, aunque sin demasiado fervor. Habían pasado unos meses apenas de aquel 2 de octubre que marcó a mi generación.
         Ardor patrio y emoción cívica, evocados por todos los medios en estos días, que remiten al canto con la profesora Pachita, sentada al piano, exigiéndonos formalidad a la hora de entonar aquello de los carmines aspirando a la gloria de los tafetanes. “Oh, santa bandera”.

Furor del respetable.

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Fuimos algo más de 115 millones los espectadores que, cerveza en mano, rugimos ante los desatinos de Patrick Mahomes, quarterback de los Chiefs de Kansas City. El partido del Super Bowl fue el espectáculo televisado que más audiencia ha registrado en la historia, después del alunizaje de la misión Apolo XI en 1969.
  La pregunta que surge, a medio espectáculo, es simple: ¿De dónde nos viene ese furor por el combate de los contrarios? Supongo que lo mismo se preguntaban en el Coliseo romano, cuando los gladiadores juraban ante la tribuna, “¡César, los que vamos a morir te saludan!”. Gladiadores y futbolistas, peloteros en la Serie Mundial, el matador Enrique Ponce despidiéndose de la fiesta brava en la Monumental de México. Se sentía ya viejo, a los 53 años.
       Mi diccionario asegura que “amistad” es lo contrario a rivalidad. Antagonismo, hostilidad, enfrentamiento serían los sinónimos del sentimiento que aflora a cada rato en la calle, la oficina, el salón de clases. Al oficio del hostigamiento, ahora, se le llama simplemente “bullying”. Son los acosadores de siempre, los fustigadores, profesionales… que en ocasiones, por ello mismo, alcanzan las presidencias republicanas. El elector, en ese sentido, se convierte en un masoquista indocumentado.
       La rivalidad, por así decirlo, nos viene con la sangre. Los perros ladran, los lobos aúllan, los seres humanos gritamos ofendidos “¡Carajo! ¡Te voy a romper la madre!”. Y somos felices con simplemente eso, manifestar nuestro enojo. Diría un psicólogo, es la expresión de nuestro instinto aniquilador. Que prevalezca nuestra voluntad, pese a quien le pese, así sea del Necaxa, del América, de los Pumas.
       El circo ha sido por siglos la salvación de la vida en comunidad. “Pan y circo”, decían antes, hay que darle al pueblo. Y sí, en el circo rivalizaban los aurigas fustigando a sus monturas, los gladiadores defendiendo su vida con la espada, o las peleas de gallos, las carreras del hipódromo, los partidazos en el estadio Azteca. Unos que ganan y son los campeones, otros que pierden y no modo, son los “ya merito” de toda la vida.
       La rivalidad asoma en todas partes y que nadie nos venga con eso de la hermandad sonriente de los pioneros, pañoleta roja al cuello, cantando himnos de hermandad universal. “De colores, de colores se visten los campos en la primavera…”, cantaban los cursillistas juveniles cristianos de los años 60, antes que los desterraran los hippies del amor libre y el porro en comunidad.
       Miguel León Portilla publicó en 1959 su antología “Visión de los vencidos”, en la que conjuntaba relatos y testimonios de los pueblos indígenas conquistados por los ejércitos combinados de Castilla y Tlaxcala. Porque hubo otra “visión”, que imperó durante siglos, que ha sido la de los vencedores. Es la historia misma, contada por los herederos de los generales y emperadores sometiendo a los derrotados, porque la guerra es la “continuación de la política” por otros medios; ya lo dijo Von Clausewitz en su tratado inmortal.
       Rivalidad que viene desde el antiguo testamento, ¿quién mató a quién? ¿Abel a Caín, o Caín a Abel? ¿Y quién puso allí la quijada del burro? Placer sádico, morbo del respetable, sed de sangre en el estadio. Mejor un partido entre naciones que una guerra impía, aunque ya hubo la de Honduras y El Salvador, en 1969, llamada precisamente “la Guerra del Futbol”, contada magistralmente por el periodista Ryszard Kapuscinsky.
       Así estamos cada noche ante el televisor, como el respetable cuando el Coliseo, atestiguando la violencia nuestra de cada día… los muertos de Tabasco, de Sinaloa, de Guanajuato; no con el temible “gladius” de las legiones romanas, sino con el AK-47, “cuerno de chivo”, que inventó el armero ruso Mijaíl Kalashnikov. Es la entraña misma de la obra de Shakespeare, ¿ser o no ser?, la ambición de poder y su precio en sangre.
       La rivalidad acompañará por siempre la vida del homo-sapiens (¿sapiens?). Hamas vs. Israel, Patrick  Mahomes vs. Jalen Hurts, Trump vs. el que se ponga enfrente. Bullying, un lindo sustantivo que ya debería incorporar la Real Academia.

¿Ah, no?

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Los rufianes no pueden comportarse de otra manera. Lo suyo es el hostigamiento, los puñetazos, la perpetua baladronada. De hecho en inglés “bullying” tiene su origen en el término “acoso”, de “bull” (toro), muy relacionado con los chulos, padrotes, macarras que viven mangoneando a las prostitutas. Es una actitud ante la vida; no pueden ser de otra manera. Son insufribles. Todos los hemos padecido alguna vez en la vida.
         Aún no se sabe cuántos fueron los aerotransportes militares que el gobierno de EU habría enviado a Colombia con decenas de indocumentados originarios de ese país. Como ya se ha informado, apenas enterarse del operativo, el presidente Gustavo Petro ordenó cerrar el acceso a los aeropuertos colombianos a fin de impedir el arribo de esas aeronaves.
         Estaba inspirado el mandatario, a primeras horas de la madrugada del domingo, cuando en sus correos publicó que ante esa bravata estaba dispuesto a inmolarse como Salvador Allende, que lo acompañaban las mariposas amarillas habitando Macondo y la soberanía Latinoamericana en pie… que él se comportaría como el último de los Aurelianos Buendía salidos igualmente del imaginario de García Márquez.
         Aún no cumplía una semana en el poder Donald Trump, cuando en contrapartida ordenó subir los aranceles a las importaciones colombianas en 25 % y cancelar los visados a todos los ciudadanos de ese país, hasta nueva orden. En cosa de horas el ucase trumpiano tuvo efectos. Y que sí, los aviones norteamicanos podrían aterrizar cuando quisieran y cuantos quisieran, suplicando que los ciudadanos repatriados fuesen “tratados como seres humanos”. Faltaba más.
         Ya quedó marcado. Los aviones militares norteamericanos podrán seguir transportando a migrantes “delincuentes” a sus lugares de origen, Guatemala, Colombia, el país que sea, cumpliendo así una de sus promesas de campaña. La famosa MAGA (“Make America Great Again”), que implica la expulsión de los invasores que cruzaron la frontera sur de mala manera.
         De lo que se trata es de mandar y obedecer. Ya lo manifestó Theodore Roosevelt una siglo atrás, hablar claro y aplicar el garrote (el “big stick”) cuando sea necesario. Antes se requería de las cañoneras y los marines desembarcando al amanecer, ahora basta con un golpe de arancel, del 25, del 50 %, cancelar las visas, y los disconformes doblan las manitas, como se dice.
         Prometió barrer la casa, apenas ingresar, y lo está cumpliendo. Donald Trump ha señalado que uno de los males heredados por las anteriores administraciones demócratas ha sido la excesiva prodigalidad en las cuestiones migratorias, por lo que se les han “colado” demasiados delincuentes. Ha llegado la hora de poner fin a esa filantropía mal entendida, y que cada cual permanezca en su lugar de origen. Los hondureños en Honduras y los oaxaqueños en Oaxaca. “Aquí no hay lugar para ustedes, ¿qué no lo entienden?”.
         El problema de fondo, ya lo decíamos, tiene dos focos antagónicos. Por un lado están los gobiernos fallidos que no pueden garantizar seguridad, educación ni bienestar a sus ciudadanos, y por el otro el faro de luz que representa la sociedad norteamericana (el “american way of life”), a cuyas migajas aspiran millones de migrantes buscando acomodarse a lo que sea… jornaleros, lavaplatos, peones de la construcción.
      Se trata de una contradicción histórica irremediable, hasta donde entendemos, y de ahí los hormigueros humanos que corren del sur, concentrándose en el Darién, en una columna que no para sino hasta las garitas de California y Texas. Y, como bien saben los jadineros, un hormiguero es inextinguible, aunque sí puede ser “controlado”.
         La bravata de Petro pasará a la historia como eso; un desplante irreflexivo, pendenciero, que no podría llegar más lejos. “Ah, ¿no podemos aterrizar?”. El traslado aéreo de los colombianos indocumentados continuará por buen rato, y los mandatarios que quieran alzar el cuello en contra, mejor que lo piensen dos veces.
         La indignación y el radicalismo soberanista está muy bien para los discursos, pero este momento es difícil como nunca para desafiar al gran valentón. Es momento del diálogo, la palabra y la conciliación. Lo demás será heroismo admirable y sublime –como Petro en la primera hora–, aunque del todo inútil. Los rufianes no entienden, pero hay que ofrecerles razones. Una y otra vez.

El Golfo X.

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El emperador sigue dictando sus propósitos de conquista. Lo hizo Napoleón antes de emprender la (fallida) invasión de Rusia en 1816, y lo repitió Adolfo Hitler al declarar la “Anschluss” como la política de lo que sería su imperio, el Tercer Reich: anexión, ensanche, invasión, conquista de un “espacio vital”. Así, tras el desconocimiento al Tratado de Versalles (1919), el Füerer procedió a la ocupación militar de Austria, Checoslovaquia, y Polonia en 1939… lo que desataría la contienda mundial que marcó al siglo XX.
         Ya lo decíamos, propósitos de conquista, que no otra cosa ha sido la barrabasada de pretender que la instauración de la MAGA (“Make America Great Again”) incluya la anexión de Canadá, Panamá y su canal, ¡y Groenlandia! al cuarto Reich Trumpista. El sueño de grandeza incluye la designación del nuevo “Golfo de América” en lo que fue la cuenca que lleva por apellido el de México.
         Puestos ya en ese plano, ¿por qué no mejor Golfo de Trump? Golfo Mickey Mouse, Golfo Carter en homenaje al expresidente Jimmy. Golfo McDonalds, Golfo Elvis Presley, Golfo Cocacola, si de lo que se trata es de “marcar” el propósito de reafirmación y dominio ahora van en serio. O Golfo X, dado que la aplicación que fue “Twitter” se denomina así ahora, y su dueño, el señor Elon Musk, ahora fungirá como nuevo ministro tecnológico reportando a la Casa Blanca.
          ¿De dónde le viene al presidente reelecto esa tirria contra los mexicanos? Nosotros, los “bad hombres” que seremos deportados por miles, decenas de miles, cientos de miles, ¿millones? por el hecho de haber migrado fuera de la ley. Hay que imaginar, de una vez, los campamentos de refugiados expulsados en las inmediaciones de Matamoros, Nuevo Laredo, Ciudad Juárez, Nogales, Tijuana…
         En la narrativa de míster Trump los mexicanos somos sinónimo de lo peor… delincuentes, violadores, narcotraficantes. A eso habría que añadir que muchos de sus seguidores, los WASP (blancos, anglo-sajones y protestantes) coinciden en esa apreciación, no obstante que el 11 por ciento de la población norteamericana (40 millones de personas) es de origen mexicano.
         La leyenda cuenta que el jovencito Donald Trump, en los años 60, cobraba las rentas en los edificios de su señor padre en Manhattan, y por regla aprendida debía hacerse a un lado luego de tocar a la puerta de los apartamentos rentados por familias mexicanas… pues no era imposible que lo recibieran a tiros. Lo mismo los portorriqueños, que discutían y manoteaban para no pagar. Desde entonces esa ojeriza contra los mexicanos y similares.
          Al expulsar a los indeseados, amén de ilegales, lograría una cierta “purificación” demográfica. Que se queden los legales, los originales, los que pagan impuestos y no remiten las costosas remesas a sus familiares en Puebla y Michoacán. En el fondo esa actitud no es muy distinta a las campañas de purificación que la ideología nacional-socialista implementó en la Alemania nazi. ¿Campos de exterminio o campamentos de expulsados?
          Lo que veremos en la frontera norte, a partir de la semana próxima, podría ser un operativo más bien de carácter simbólico (porque lo habrá), aunque también una política de expulsión que duplique, o triplique, las cuotas “de retorno forzado” que actualmente se observan. Y los nuevos gobiernos, aquí y allá, reconsiderando los tratados firmados, el Temec, los aranceles y el flujo turístico.
         Lo dijo James Monroe al enunciar su doctrina, “América para los americanos”, hace dos siglos. En estos tiempos de jaleo militarista (Gaza, Ucrania, Siria), la tentación intervencionista se irá poniendo de moda. El Golfo de América y América sin los bad-mexicans.
         La relación de Palacio Nacional con la Casa Blanca no será la más tersa de los tiempos modernos. El golfo que cierran las penínsulas de Yucatán y Florida ¿debe cambiar de nombre para honrar al nuevo imperio? El ensanche trumpista, la verdad, suena más a bravata de barrio, aunque habría que ir considerando algunas opciones. ¿Golfo del Mississipi? ¿Golfo de Altamira? (que no suena mal). Ofrezcan sus opiniones.

Ese Año.

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Al fallecer el gran dirigente ruso, la patria bolchevique se vio hundida en la horfandad. Muerto Vladimir Uliánov qué quedaba. Optar por el legendario León Trotsky, comandante militar de la revolución de octubre, o por el trío siniestro encabezado por Koba (Iósif Stalin), quien heredaría el poder soviética, emprendería una purga política despiadada, y se encargaría de enfrentar la invasión de los ejércitos de Hitler… cobrándose con creces en la victoria, con el regalo que fue el Pacto de Varsovia.

 

Estamos hablando, obviamente, de 1924 y sus consecuencias en el plano mundial. Fue el momento en que Elías Calles sucedió a Obregón en la silla presidencial, el año de la asonada Huertista que se llevaría entre las patas al gobernador socialista Felipe Carrillo Puerto, el año que se inventaron los klínex y se instauró el 30 de abril como Día del Niño.

Ahora –un siglo después– concluye un ciclo más de historia con algunas sorpresas. Una mujer preside la nación (en 1924 ellas no tenían derechos cívicos), una silenciosa invasión trata de conquistar los Estados Unidos, las mafias del crimen controlan buena parte del territorio nacional, Palestina e Israel están en guerra, lo mismo que Ucrania luego de ser invadida por los rusos (que no soviéticos). Ha sido el año más caluroso desde que se tiene registro, la autonomía de los poderes judicial y legislativo ha desaparecido bajo la tutela del nuevo régimen, que ha sustituido al anterior luego de arrasar en las elecciones de julio pasado.

Eso no es todo. El de 2024 fue también el año de Donald Trump, quien recuperó la presidencia norteamericana luego de sobrevivir a un atentado que por una pulgada estuvo a punto de costarle la vida. El año de la espectacular Olimpiada en París. El de la Inteligencia Artificial que terminará por gobernar (si no hacemos algo) nuestra voluntad. El año también en que uno y otro choque han sacado a Choco Pérez de la palestra de la Fórmula Uno… perdón, Chico, Chico Pérez.

Lo que viene, por cierto, no es nada prometedor. A partir del 20 de enero próximo se anuncia una deportación masiva de migrantes indocumentados en suelo estadunidense que, según cifras publicadas, podrían sumar 11 millones de personas. Muchos de ellos son de procedencia mexicana, la mayoría han arribado de América Latina, aunque no faltan los africanos y asiáticos. La pregunta que se hacen hoy las autoridades es una: ¿cómo habrá de enfrentarse esa expulsión demográfica?

¿Dónde ubicarlos, cómo mantenerlos, proceder a otra remisión a sus países de origen? Y las armas diplomáticas que habremos de emplear… los aranceles, las cartas de protesta, las acusaciones ante los foros internacionales. ¿Serán 20 mil, 200 mil, 2 millones? No se sabe.

En el plano interno, sin embargo, la presumible ruptura de la presidenta Claudia Sheinbaum con su antecesor, por lo menos en el aspecto simbólico, es cada día menos probable. Los rituales siguen siendo los mismos, se repite la misma narrativa transformadora, aunque en los hechos no haya procedido ninguna medida de arrojo anticapitalista, como sí hizo el comandante Chávez al instaurar lo que él llamó “el socialismo bolivarista”, y que ha significado (en términos de evidencia) la ruina de esa nación.

También ha sido éste el año del arrasamiento de la oposición. Los partidos tradicionalmente rivales –el PRI, el PAN– no son ahora ni la sombra de lo que fueron. El partido de Jesús Reyes Heroles, de Luis Donaldo Colosio, de José López Portillo, Miguel Alemán, Carlos Salinas incluso, hoy es un cachorrito que ladra amarrado al fondo del galerón. Ya no se diga el partido del jefe Diego, Vicente Fox, Clouthier, por no referir a don Manuel Gómez Morín. Hoy se presentan como una cueva de Judas carentes de principios, demostrando quizá que el sitio de la democracia cristiana fue un sueño guajiro arañando al maderismo.

El buitre que asoma este año por iniciar, nadie lo dice, es la tentación de la reforma fiscal. No es ningún secreto: las arcas nacionales están en el último centavo, hubo un despilfarro populista para garantizar el voto de miles y millones de “beneficiados” y “becarios” que hoy pasan las de Caín para hallar un empleo formal. Ocurrió en Venezuela, recibir unos pesos mensuales está muy bien, pero eso no es garantía de aplicación laboral, aprendizaje industrial, ahorro y prosperidad, como se mereciera.

La alternativa seguirá siendo el ambulantaje y la informalidad. El comercio y las fondas al pie de calle… fritangas, mercancía de procedencia muy extraña (¿robos en carreteras?), conexión eléctrica irregular y sin recibo de pago, trabajadores sin seguridad laboral ni médica. Un poco lo que está significando la “chinacitación” de la economía nacional donde cada cual se rasca con sus uñas y agarra lo que puede. ¿Y el SAT, el IMSS, el IVA? Bien gracias.

2025 será el año de la firma de la paz en Ucrania, cediendo a Putin el 30 por ciento de su territorio original. Posiblemente también haya una tregua en Gaza y los territorios fronterizos de Israel, una vez que se ha dado un tremendo castigo a los milicianos de Hamas y Hezbollah, y colateralmente a la población que les proporcionaba escudo.

De 1924 a este año que concluye la evolución de nuestro mundo ha sido admirable. Hace un siglo no existía internet, la estación espacial internacional, televisión, pizzas, los teléfonos celulares, el servicio de Uber, el Rock, Netflix, Taylor Swift ni Shakira. Sí, es verdad, hemos progresado y hay que entenderlo. Y agradecerlo.

Ese año, el que se va, no fue tan malo, el que viene es una promesa de entendimiento y sosiego. Esperemos.

La última diva.

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Bellas de día y de noche. Divas por divinas, diríase angelicales, aunque no siempre intérpretes de ópera a lo María Callas o Filippa Giordano. La voz de Silvia era ligeramente ronca y no se le reconocen, precisamente, escenas de mezzosoprano.

Decíamos que adorables porque en ellas habita la belleza clásica de las efigies que habitan en muchos museos romanos, por decir lo menos. Sólo que de los escenarios operísticos, del mármol y los lienzos, saltaron a las pantallas cinematográficas en los inicios del siglo pasado, y el paradigma varió. Con el invento de Lummiere las divas fueron, materialmente nuestras y a la mano… hablaban, bailaban, besaban en close up. Gritaban y se desnudaban, descendían corriendo las escaleras. Eran nuestras en blanco y negro, luego a todo color y en cinemascope. ¿Qué más podía pedirse?

Despiertas, dormidas; iracundas o carcajientas, las divas son simplemente adorables y se les perdona todo. Divorcios y borracheras, exabruptos y tropezones, que fumen o no, escapadas anónimas con el productor en turno… al fin que nadie vio; que para eso estaban los pasquines de escándalo.

Ha sido el caso de Elizabeth Taylor y sus ocho matrimonios, Brigitte Bardot (la famosa “bomba BB”) y sus desnudos a la menor provocación, Catherine Deneuve (con todo y su capítulo Mastroianni), la infantil y encantadora Marisol (Pepa Flores), que luego se afilió al Partido Comunista de España, Ava Gardner y los revolcones en la plaza con el matador Luis Dominguín, ya no se diga Gina Lollobrígida y sus devaneos con Fidel Castro.

Silvia Pinal, en una reciente aparición, se quejaba ante el entrevistador televisivo… “¿me pregunta de amor y experiencia romántica? Por Dios, eso ya es humo. Vengo de cuatro largos matrimonios, ahora tengo otros problemas…”, porque la Pinal casó, recordemos, con el productor Rafael Banquells, con el cineasta Gustavo Alatriste, con el cantante Enrique Guzmán y con el político Tulio Hernández (PRI) que la hizo primera dama del estado de Tlaxcala. Y a mucha honra.

Algo aprendería pues después se desempeñaría como diputada y senadora, con no tan malos desempeños. Y es que la política y la belleza, el poder y la fascinación erótica, nunca han estado distantes. Recuérdese, si no, los arrebatos que han tenido los poderosos John F. Kennedy con Marylin Monroe (léase de Jed Mercurio, “Un adúltero americano”), Nicolás Sarcozy con Carla Bruni, Mao-Tse Tung con la juvenil actriz Jian Qing (la temible Madame Mao de la “revolución cultural”), Juan Domingo Perón con Evita, José López Portillo con Sasha Montenegro, Miguel Alemán Velasco con la Miss Universo, Christian Martel (Magnani), ya no se diga Enrique Peña Nieto con Angélica Rivera (la “Gaviota”).

Silvia Pinal hizo lo que quiso con su porte y su belleza, y a mucha honra. Me recuerdo cuando alguna vez, en los años ochenta, acudí a entrevistarla y, la verdad, quedé como turulato ante su presencia. Tartamudeaba al preguntar… pobre de mí. Y es que la Pinal habitó siempre en las antípodas de la otra diva mexicana, María Félix, por cierto que ambas sonorenses, como Obregón, como Colosio.

Silvia era cálida, María gélida; una simpática y risueña a la menor provocación, la otra arrogante y jactanciosa. Ya lo decíamos, una bailando rockanrol con Enrique Guzmán, la otra recogiendo conchitas en la paya con Agustín Lara la noche de su luna de miel. Cada quien.

Se ha dicho hasta el cansancio. La revelación histriónica de Silvia Pinal ocurrió cuando hizo mancuerna con Luis Buñuel, el genio surrealista. Sus películas eran de escándalo y bostezo, decían, porque el realizador venía de la escuela de Salvador Dalí y Federico García Lorca. Hacer locuras que parezcan verdades (la realidad es insoportable, ¿no?), y así las películas de Buñuel con la Pinal… “Viridiana”, “El ángel exterminador” y “Simón del desierto”, fueron la sublimación actoral de nuestra diva, de la que el rústico aragonés, seguramente anduvo medio enamoradillo.

Silvia Pinal era todo. Coqueta, generosa, lista (más que lista), amorosa con sus hijos y transparente. Con ella hemos perdido a la última diva del cine de oro mexicano. ¿Quién no recuerda a Dolores del Río y María Douglas, Katy Jurado y Ninón Sevilla (aunque cubana), Mari Cruz Olivier y Lilia Prado, Isela Vega y Sasha (aunque argentina), Julissa, Tongolele (nacida en Spokane, EU), Angélica María, Salma Hayek, Verónica Castro, Maribel Guardia? O sus contrapartes de carcajada y despecho; Florinda Meza (la Chimoltrufia), Vitola (Famie Kaufman), o la india María.

Divas y señoronas de la pantalla, qué fácil decirlo, cuando que se han robado millones y más millones de suspiros, equivalentes a la deuda de Pemex. Han sido parte fundamental de la educación sentimental a la mexicana. Son las dueñas de nuestros sueños, nuestra conversaciones y, ¿por qué no?, también de nuestras perversiones. La belleza existe, quiérase que no, y con ellas queda redimido el mestizaje nacional.

La última neumonía se llevó a Silvia Pinal. La recordaremos siempre como el demonio provocador en la cinta “Simón del desierto”, nosotros queriendo ser el estilita trepado en su columna de renuncia y castidad –con los trapos de Enrique Rambal–, tentados a descender y entregarnos a los pecados de la carne, el poder y los programas de Bienestar Social. Ah, Silvia, qué tentación.